El próximo domingo en Ecuador se juega una pulseada continental: si Lenín Moreno gana, los gobiernos pos-neoliberales en América Latina podrán recobrar un vital impulso. En Lanzas y Letras (Co) | NODAL (AL) | El Furgón (Ar) | Contrahegemonía (Ar) | Cetri (Be)
El próximo domingo en Ecuador se juega una pulseada continental: si Lenín Moreno gana, los gobiernos pos-neoliberales en América Latina podrán recobrar un vital impulso; si pierde, la derecha regional insistirá con dar por cerrado el ciclo inaugurado por Hugo Chávez en 1998 y acelerará su ofensiva contra los gobiernos alternativos que aún quedan en pie. El enfrentamiento de Rafael Correa con el movimiento indígena y sectores de izquierda, y la reticencia de éstos a apoyar al candidato oficialista, podría ser determinante frente a una segunda vuelta reñida. Aprendizajes para lo que viene.
En esta segunda vuelta el oficialista Lenín Moreno enfrentará al banquero neoliberal Guillermo Lasso, quien aglutina a distintos sectores conservadores tras su promesa de destronar al “régimen” de Alianza País. En primera vuelta, Moreno no logró –por muy poco– el 40 por ciento necesario para imponerse sin balotaje. Lasso obtuvo el 28 por ciento, seguido por Cynthia Viteri (16 por ciento); otro candidato con programa conservador, Abdalá Bucaram (hijo del expresidente) obtuvo cerca del 5 por ciento. Esos tres candidatos congregaron un voto opositor por derecha que, si se mantiene ahora concentrado en el principal contrincante de Alianza País, podría garantizarle un piso cercano al triunfo (la suma de los tres guarismos da 49 por ciento). Por su parte, las encuestas… las encuestas suelen fallar –así sucedió en la primera vuelta–, por intencionalidad manifiesta o por desacople de la realidad más profunda, así que sigamos el análisis con base en elementos más verificables.
En medio de los dos contendientes principales quedó la candidatura de Paco Moncayo con 6,7 por ciento. Con fuerte apoyo de organizaciones indígenas y sectores populares opuestos al correísmo, Moncayo recogió el descontento con el gobierno pretendiendo desmarcarse de las propuestas neoliberales. Siguiendo con el análisis de los resultados de primera vuelta, cabe señalar que, con apenas un 0,7 por ciento más de los votos a su favor, Lenín Moreno hubiera ganado la presidencia sin balotaje. ¿Es legítimo especular con que parte de los votos que fueron al centroizquierdista Moncayo, al ser de origen de izquierda o popular, bien podrían haber reforzado la candidatura oficialista con la intención de bloquear definitivamente el acceso al gobierno a la derecha neoliberal?
Lo que en las matemáticas electorales resulta evidente en política no lo es tanto. Entre el correísmo y los sectores populares que apoyaron a Moncayo hay un antagonismo alimentado por diez años de conflicto que, a esta altura, parece insalvable. El caso resulta emblemático porque esa escena, que podríamos simplificar con la imagen de un progresismo en el gobierno enfrentado con expresiones del movimiento popular que se afirman en posiciones de izquierda, no es exclusiva de Ecuador: en general, los gobiernos que protagonizan o protagonizaron el “ciclo progresista” (Argentina, Brasil, Bolivia, Venezuela, Uruguay, Nicaragua, El Salvador), han tenido –o incuban– similar contradicción.
Progresismos e izquierdas
En un análisis que excede a Ecuador, el investigador uruguayo Eduardo Gudynas marca “una divergencia cada vez mayor de los progresismos con las posiciones de las izquierdas que les dieron origen”. Caracteriza que los progresismos en el gobierno resignaron la necesidad de debatir las concepciones de desarrollo desde posiciones anticapitalistas, como sí proponía la izquierda que alentó las luchas que precedieron a los gobiernos pos-neoliberales; que la concepción de justicia social de aquellas izquierdas excedía el asistencialismo en el que recayó la gestión de los gobiernos en cuestión, y que la agenda de derechos humanos, pilar de la resistencia a las dictaduras primero y al neoliberalismo después, fue abandonada “poco a poco” desde los gobiernos (1).
La crítica resulta válida, aunque tal vez injusta si se aplica a todos los gobiernos como si fueran un sólo bloque (en esa fórmula suelen caer los críticos por izquierda al “ciclo progresista”, haciendo énfasis en las limitaciones o claudicaciones de los gobiernos más moderados y englobando en ello a procesos más complejos y coherentes en sus intenciones de cambio). La diferenciación más habitual que suele hacerse desde la izquierda es entre gobiernos “neodesarrollistas” moderados (Argentina, Brasil, Uruguay) y otros que el economista Claudio Katz denominó como “nacionalistas-radicales” (Venezuela, Bolivia). Puede resultar válido señalar que la idea de justicia social con la que surge el Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil o que se reclamó en las calles argentinas a fines de 1990 dista mucho del asistencialismo del plan Fome Cero o del manejo clientelar de los subsidios que hizo el kirchnerismo; sin embargo, resulta claramente desacertado calificar como “asistencialismo” o “clientelismo” a las experiencias de autogestión comunal en la Venezuela bolivariana o las conquistas notorias de derechos históricamente negados a los pueblos originarios en Bolivia.
Siguiendo con ese análisis, ¿en cuál categoría entra Ecuador?
¿Revolución? Ciudadana
“El modelo de acumulación no lo hemos podido cambiar drásticamente. Básicamente, estamos haciendo mejor las cosas con el mismo modelo de acumulación, antes que cambiarlo, porque no es nuestro deseo perjudicar a los ricos, pero sí es nuestra intención tener una sociedad más justa y equitativa.” (Rafael Correa en entrevista a El Telégrafo, enero de 2012)
La brecha creciente que, en términos genéricos, marca Gudynas entre el progresismo y la izquierda tiene expresiones particulares en cada realidad concreta. En Argentina, el kirchnerismo y la izquierda (la trotskista vinculada a luchas obreras y con presencia parlamentaria, o la independiente con anclaje en el movimiento barrial y estudiantil) no han congeniado en 12 años; en Ecuador ese desacuerdo tomó forma de confrontación entre el gobierno de Alianza País y los movimientos indígenas, ambientalistas, feministas y sindicales. La imagen de un caudal determinante de votos provenientes de sectores populares contrarios al correísmo en las últimas elecciones grafica un conflicto que tiene raíces de fondo en el modelo económico y político por el que optó Alianza País.
Durante los primeros años el gobierno de Correa promovió cambios sustanciales, en sintonía con las demandas populares que habían puesto en crisis el paradigma neoliberal: el fin del convenio militar con Estados Unidos que impidió la continuidad de su base militar en territorio ecuatoriano; la caducidad del contrato con la petrolera norteamericana Oxy; la suspensión del TLC con Estados Unidos y la declaración de ilegitimidad de un tramo de la deuda externa; la incautación de bienes de banqueros implicados en la quiebra del sistema financiero en 2000 y la creación de una Comisión de la Verdad para investigar casos de violación a los derechos humanos, entre otros. La Constituyente de 2008 incluyó definiciones de avanzada, como el reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado y el robustecimiento de mecanismos de democracia “directa, participativa y deliberativa”. A la vez, Ecuador acompañó los indicadores de crecimiento que tuvieron otros gobiernos: en toda la región la pobreza global disminuyó de 44 a 31,4 por ciento promedio entre 2001 y 2011, y la pobreza extrema de 19,4 a 12.3 por ciento. Tras esos indicadores favorables hubo incrementos salariales y políticas asistenciales que mejoraron la situación objetiva de los sectores excluidos (2). En ese contexto, y durante el primer impulso de gobierno con el grueso del movimiento popular organizado de su lado, Correa logró de entrada altos porcentajes de popularidad, por ejemplo el 63 por ciento con el que se ratificó la nueva Carta Magna en 2008.
En aquella coyuntura inicial, Alianza País mantuvo alianzas con el movimiento indígena y diversos sectores sociales. Pero con los años, “el movimiento gobernante tendió a subestimar el aporte de las organizaciones sociales mientras éstas exigían real participación” (3). De ahí en más (2011-2012), la Revolución Ciudadana sumó a la confrontación que ya tenía por derecha, la enemistad de una parte importante del movimiento indígena, sectores sindicales, organizaciones feministas, movimientos ambientalistas y pequeñas fuerzas de izquierda.
El movimiento indígena, expresado centralmente en la poderosa Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (CONAIE), le reclamó al gobierno la Ley de Recursos Hídricos (2014), y chocó con el gobierno en luchas por la defensa del territorio ante proyectos extractivistas; los gremios de maestros confrontaron las reformas regresivas en materia de educación; los colectivos feministas resistieron una política de agresión discursiva y estigmatización promovida desde la propia voz presidencial… Así el correísmo fue desgastando en parte su adhesión popular.
El hecho de que la Revolución Ciudadana haya contado durante toda su primera etapa (2007-2014) con un ciclo económico internacional favorable por los precios de los commodities, no aminoró la conflictividad con sectores populares organizados, sino al contrario. En un rapto de sinceridad que no volvió a repetir después de la entrevista de 2012 con el diario El Telégrafo, Correa reconoció no haber cambiado el modelo de acumulación (“no es nuestro deseo perjudicar a los ricos”, justificó) aunque, siendo estrictos, deberíamos decir que el modelo, entendido en términos de su matriz extractivista, no sólo no se cambió sino que se profundizó en perjuicio de las comunidades y a favor de las multinacionales que hicieron sus grandes negocios con la Revolución Ciudadana. Los proyectos extractivos se multiplicaron con los años y, de la mano de eso, el correísmo definió un modelo político burocrático-estatal, aséptico a los sectores movilizados y refractario a cualquier voz popular disidente.
La primera vuelta electoral graficó las consecuencias de este enfrentamiento: el partido gobernante perdió votos decisivos en la mitad del país campesino e indígena, principalmente en las regiones donde hubo mayor conflictividad social por cuestiones ambientales y extractivistas (ver gráfico). Por supuesto que hay otros factores de incidencia electoral más complejos, como la pérdida de apoyo de sectores medios beneficiados por el consumismo fruto del crecimiento económico que entró en crisis durante los últimos años, o el poderío económico y propagandístico de la oposición de derecha que logra mostrarse como cordero ante un electorado receptivo a propuestas de cambio. También hay un cuestionamiento genuino sobre posiciones que adoptaron algunos referentes indígenas en clara alianza con sectores de la derecha; aunque minoritarias, esas expresiones resultaron funcionales a los sectores conservadores sobre los que se apoyaron y también a quienes, desde el oficialismo, se regodearon en estigmatizar al movimiento indígena en su conjunto. Como fuera, unos y otros factores no son el objeto de este análisis. A los fines de un balance útil al campo popular, mantengamos el foco en analizar el costo que debió pagar el correísmo (y que, esperemos que no pero aún puede pagar, de cara a la segunda vuelta electoral) al subestimar y enfrentar a sectores dinámicos del campo popular en nombre de un modelo económico que, a la larga, también terminó quitándole base social.
Espejos
Días pasados, organizaciones de Argentina y Brasil difundieron una carta abierta titulada “Pueblo del Ecuador: ¡No elijas a un representante de la derecha financiera!”. El texto lleva las firmas de importantes sectores populares como el Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI), Patria Grande o el Movimiento Evita de Argentina, y la Central Única de Trabajadores (CUT) y el Movimiento Sin Tierra (MST) de Brasil. Allí ponen como ejemplo los casos de ambos países en los que la reacción conservadora logró hacerse con el control del Estado después de más de una década de gobiernos progresistas. El caso que podría ser más similar a Ecuador es el de Argentina, ya que allí el cambio de gobierno se produjo por medio de una contienda electoral. La carta advierte: “Hace poco más de un año, Argentina vivió un momento similar. El 22 de noviembre de 2015, en el balotaje, triunfó por un margen muy pequeño (2,7 por ciento) el candidato Mauricio Macri (…) A partir de su asunción, las políticas de su gobierno no dejaron lugar a dudas: gobierna sólo para los ricos. Las tarifas de agua, luz y gas aumentaron inmediatamente: en los primeros meses de 2016 el tarifazo alcanzó entre el 100 y el 400 por ciento. Y a principios de 2017 volvió a aumentar. El precio del transporte se duplicó hace un año y ahora pretenden aumentarlo otro 60 por ciento más”.
La voz de alerta es justa y necesaria; los perfiles de los candidatos de derecha en uno y otro caso son similares y, más allá de los aspectos personales de cada cual, el programa de la restauración conservadora es continental, lo que puede variar son los niveles de ilegitimidad (Brasil) o violencia (Venezuela) a los que estén dispuestos a acudir para lograr sus objetivos.
Pero hay otra imagen del espejo argentino que se replica en Ecuador, que suele ser más incómoda para quienes defienden de manera acrítica a los gobiernos progresistas. Tanto en un país como en otro, desde el gobierno se dieron dinámicas de exclusión, desmovilización y en algunos casos persecución a expresiones del movimiento popular. Esto, además de ser contradictorio con la retórica popular y hasta revolucionaria que sin excepción estos gobiernos esgrimieron, a la larga les restó un apoyo vital. Esas actitudes erradas desde los gobiernos por lo general fueron y son acompañadas por una notoria falta de sentido crítico entre quienes se constituyen en bases de sustento y defensores de lo que, de hecho, es un gran proceso de cambios digno de ser defendido. Pero el silencio acrítico suele ser una mala receta, más en momentos en los que toca rectificar.
¿Medidas económicas y políticas contra el movimiento popular deben entenderse como hechos “menores” respecto al factor geopolítico? ¿Señalarlas es hacerle el juego a la derecha? ¿Hay que callar los aspectos antipopulares de los gobiernos progresistas “más allá de la justicia o no del reclamo, más allá de la mayor o menor importancia del tema”, como propuso el sociólogo Emir Sader antes de la primera vuelta electoral, mientras el pueblo Shuar era reprimido en favor de la incursión minera de capitales chinos? No habían pasado 48 horas de la elección de primer término cuando Enrique Tiwiram, vocero del pueblo Shuar, fue detenido como parte de un largo proceso de criminalización de la protesta social. Si bien ya fue liberado, su proceso penal es parte de los más de 700 casos de persecución judicial documentados durante los 10 años de Revolución Ciudadana (4). Peor suerte corren el líder indígena Agustín Wachapá (5) y el sindicalista Stalin Robles (6), ambos en prisión, uno por “incitación a la discordia” y el otro por haber apoyado el levantamiento indígena de 2015.
La exigencia de libertad a los militantes populares perseguidos por luchar es una bandera de la izquierda continental que suele defenderse con generosidad más allá de mayores o menores afinidades políticas. Sin embargo, es estridente el silencio en torno a los presos políticos en Ecuador. ¿Los líderes populares encarcelados durante el gobierno de Rafael Correa no merecen ser defendidos, política y públicamente, más allá de las fronteras? Hay una cuestión de principios que debería motivar a alzar la voz. Desde una ética guevarista, si se quiere, por aquello de “sentir cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo”. Y si no, en el caso de los gobiernos, tal vez por mero pragmatismo, ya que es evidente que cierta pérdida de apoyo social tiene que ver con las decisiones económicas y políticas que contradicen los intereses de sectores populares, los que deberían ser considerados base y esencia de un proyecto de transformación social y no contrincantes a los cuales someter y disciplinar.
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Ahora bien, volvamos al principio: el próximo domingo se juega una partida de importancia continental para los progresismos, los movimientos populares, las izquierdas y las personas de bien en general: nada bueno podrá esperarse si el candidato de Alianza País es derrotado. Ojalá Lenín Moreno se imponga y que quienes se lamenten de la derrota sean los grandes dueños de todas las cosas que esperan readueñarse del aparato del Estado ecuatoriano con el triunfo del banquero Lasso.
Ya que estamos con expresiones de deseos: sería bueno que Alianza País, una vez que gane, tienda puentes y reconvoque al conjunto del movimiento popular, desarrolle una gestión de gobierno que profundice reformas estructurales, revea esa limitación reconocida por el propio Correa y sí se decida por “cambiar el modelo de acumulación” sin miedo a “perjudicar a los ricos”.
Por último, más allá y más acá del resultado electoral: es deseable también que, tanto para defender los avances logrados allí donde los hubo como para resistir el embate neoconservador y preparar un reimpulso de los proyectos populares a nivel continental, nos animemos a balances críticos sin temor a debilitar por ello procesos que, aun con sus contradicciones, defendemos y valoramos. A fuerza de algunos reveses vamos dándonos cuenta que las debilidades no están en la crítica y autocrítica necesaria desde el campo popular sino en las flaquezas y claudicaciones que se manifestaron, desde esos procesos, en favor de la derecha y el gran capital; ante ello, la capacidad de cuestionar para rectificar, sumado a la reafirmación del principio de que “con el pueblo todo, sin el pueblo nada”, tenemos una base posible donde hacer pie para reacumular fuerzas e ir por más.
Notas:
(1) Gudynas, E. “Los progresismos sudamericanos: Ideas y prácticas, avances y límites”. En Rescatar la esperanza. Más allá del neoliberalismo y el progresismo. Entrepueblos, Barcelona, 2016.
(2) Datos de la CEPAL. Citado en Svampa, M. “Crítica a los progresismos realmente existentes”. En América Latina. Huellas y retos del ciclo progresista. Sudestada, Buenos Aires, 2017 (en prensa).
(3) Ramírez Gallegos, F. y Stoessel, S. “Una década de Revolución Ciudadana: posneoliberalismo y conflictividad”. En América Latina. Huellas y retos del ciclo progresista. Sudestada, Buenos Aires, 2017 (en prensa).
(4) Karla Calapaqui Tapia, K. Criminalización de la protesta 2007-2017. https://es.scribd.com/document/343034612/Ecuador-850-criminalizados-en-el-gobierno-de-Rafael-Correa
(5) “Agustín Wachapá fue pisoteado y humillado durante su detención”. En Resistir es mi derecho. http://resistiresmiderecho.org/?s=agust%C3%ADn+wachapa
(6) “Stalin Robles, uno de los 7 de Pastaza”. En Resistir es mi derecho. http://resistiresmiderecho.org/stalin-robles-uno-los-7-pastaza-conoce-historia/
*Pablo Solana es editor de la editorial La Fogata y la revista Lanzas y Letras (Colombia). Coompilador, junto a Gerardo Szalkowicz, del libro América Latina. Huellas y retos del ciclo progresista (en prensa).