Desde Cúcuta, Colombia, y San Antonio, Venezuela. Dos países que comparten más de 2.200 km de porosa frontera. Familias, trabajadores, contrabandistas, guerrilleros y paramilitares buscan sacar provecho de una región caliente. Pero cuando Estados Unidos mete las narices, la cosa se vuelve seria. En Socompa (Ar)
El presidente colombiano Juan Manuel Santos anunció el lunes pasado, un nuevo cierre de los pasos fronterizos con Venezuela, esta vez con la excusa de las elecciones legislativas del próximo domingo. Durante el último mes, cadenas internacionales de noticias se hicieron eco de los anuncios de movilización de tropas militares, impedimento de la libre circulación de personas y hasta hipótesis bélicas de invasión a Venezuela desde el vecino país.
El Secretario de Estado de EEUU, Rex Tillerson, exclamó en su reciente gira latinoamericana que de manera “urgente” Colombia debía “restaurar la democracia en Venezuela”; el presidente colombiano Juan Manuel Santos repitió los argumentos contra lo que llamó el “régimen dictatorial” de Nicolás Maduro, recibió a Tillerson y al jefe militar del Comando Sur norteamericano, Kurt Tidd, y envió 3.000 efectivos militares a la frontera; las cadenas internacionales de noticias amplificaron la tensión.
Sin embargo, el Puente Internacional Simón Bolívar, que une a las ciudades de Cúcuta (Norte de Santander, Colombia) y San Antonio (Táchira, Venezuela), no está militarizado. Cruzarlo no lleva más de 15 minutos para las miles de personas venezolanas y colombianas que, a diario, buscan hacer sus actividades productivas, visitan familiares o incluso ejercen dosis menores de contrabando o negocios cambiarios de uno y otro lado. Las imágenes de un puente permanentemente transitado por miles de personas de a pie suelen ser usadas por los grandes medios de comunicación colombianos e internacionales para instalar la idea de que cada día decenas de miles de familias venezolanas buscan “huir” de la “crisis humanitaria” en el hermano país. Pero la realidad de la misma gente que transita el puente y de quienes habitan las zonas aledañas de uno y otro lado no se corresponde con esa descripción.
La primera evidencia que permite poner en duda las afirmaciones más dramáticas es el hecho de que la gran mayoría de los transeúntes del puente no llevan grandes maletas, no parecen estar portando pertenencias familiares para abandonar su país. A la vez, similar intensidad tiene el flujo de gente que cruza en sentido contrario, de Colombia hacia Venezuela.
El director de Migración de Colombia, Christian Krüger, mencionó días atrás que la cantidad de venezolanos que atravesaban diariamente la frontera ascendía a 48.000, que habían logrado reducirla a 35.000 y que, para seguir frenando el flujo migrante, instalarían “unas puertas que van a tener unos lectores para que quien pretenda entrar o salir de nuestro país presente su documento y un sistema tecnológico le autorice o le niegue el paso”. A eso se sumó el anuncio del envío de 3.000 efectivos de las Fuerzas Armadas para reforzar el control.
Las cifras, leídas a la ligera y reproducidas mecánicamente por los medios de comunicación que fomentan una matriz de rechazo a los venezolanos, generan un impacto que no tiene sustento real. “La gente que sella su salida del país es un porcentaje menor, serán unos 1.700 pasaportes por día”, afirman las autoridades migratorias del lado venezolano. Ese número más modesto se corresponde con un elemental cálculo de tiempo: hacer el trámite lleva entre dos o tres horas, y la atención diaria a quienes buscan sellar el pasaporte no podría efectuarse sobre más de un par de miles de personas al día.
El resto, la mayoría, es parte de la dinámica compleja de una economía regional que, si bien resulta problemática para los municipios fronterizos a uno y otro lado, no constituyen el flujo abrumador de “venezolanos huyendo de su país” que las cadenas informativas pretenden mostrar.
La porosidad fronteriza tiene raíces históricas; la región comparte identidad cultural aún antes de que se conformaran ambos estados y definieran sus fronteras. En las últimas décadas, el contrabando y el narcotráfico sumaron complejidad a una realidad estructural que ha tenido fluctuaciones según la situación política y económica en cada nación. Durante los años de plomo del uribismo, gran parte de los 5.000.000 de colombianos que residen en el hermano país tuvieron que irse de Colombia desplazados por la guerra y la violencia; de la mano de eso, paramilitares tomaron el control del contrabando y el narcotráfico, encontrando en la extensa frontera vías de ida y vuelta sobre las que consolidaron su actividad (con complicidad de las autoridades militares de uno y otro lado). A su vez, las guerrillas colombianas adoptaron la región sin distinción de fronteras y, en algunos casos, asentaron del lado venezolano sus zonas de retaguardia. Ya en los primeros años de la Revolución Bolivariana, Venezuela garantizó condiciones de vivienda, salud y educación a una porción importante de la población colombiana de frontera que migró para asentarse del lado chavista de la historia.
Como resultado de esos y otros factores, la cantidad de habitantes que tienen familia indistintamente a uno y otro lado de la frontera es incalculable, fruto de esas condiciones socioeconómicas cambiantes. Incluso, muchos de quienes vienen ahora a Colombia con intensión de radicarse aquí, son de origen o descendencia colombiana y regresan, después de algunos años o décadas, al seno de sus familias. Es cierto que la balanza se inclinó en los últimos tiempos hacia este lado, pero una radiografía más nítida de la situación permitiría ver que la realidad sociopolítica que expresa el flujo fronterizo tiene razones más complejas, y que las cifras distan de manera abismal de las que manipulan para desinformar y agitar fantasmas de crisis humanitarias que solo buscan enemistar a la población. “Los grandes medios instalan una matriz xenófoba en la opinión pública colombiana y mundial, de resentimiento hacia los venezolanos”, se lamenta uno de los participantes de las actividades en San Antonio del Táchira.
Ciudadanía de frontera
Para bajar la tensión a la compleja realidad de la frontera más caliente de América Latina, el Movimiento Binacional por la Paz (Mobipaz), integrado por organizaciones sociales de ambos países, propone el reconocimiento de una “ciudadanía de frontera” que permita a los habitantes de la región, sin distinción de nacionalidad, contar con las mismas garantías para realizar sus actividades sociales y económicas.
La realización de la Asamblea Constituyente en Venezuela favoreció que la propuesta, surgida de las bases, se elevara a esa instancia, para ser tenida en cuenta en las reformas que se incorporen a la nueva constitución. Williams Parada es constituyente por el Estado de Táchira y lo mandataron para llevar la iniciativa a las máximas instancias. “Estamos planteando que se cree un estado mayor de frontera, que se garanticen situaciones especiales de frontera como una política de Estado, y que eso quede así establecido en la Constitución. Proponemos una tarjeta de movilidad para todas las zonas de frontera: San Antonio, Zulia, Amazonas, Apure, y sus correspondientes municipios colombianos”, explicó.
Del lado colombiano reconocen que la propuesta será más difícil de concretar, porque la voluntad de las autoridades políticas tiene sentido restrictivo, apuntando más a reforzar controles que dividan y menos a la integración. Sin embargo, creen que es el tejido social y no las autoridades quienes pueden aportar soluciones a la situación.
Sebastián Quiroga, del Congreso de los Pueblos de Colombia, marca esa diferenciación: “Si los gobiernos no logran sintonía, debemos lograrla desde el movimiento social. Nuestra política de frontera debe ser la defensa de la soberanía de ambos pueblos con base en el respeto mutuo. En ese sentido, toda iniciativa de confrontación entre ambos estados es peligrosa, por eso estamos trabajando en la integración; estamos convencidos que la paz de Colombia y Venezuela es la paz del continente”.