11 de noviembre de 2024

América Latina, neofascismos y ultraderechas: qué hacer

El avance de fuerzas políticas que ganan la adhesión de amplios sectores populares con ideas reaccionarias está sacudiendo a Nuestra América. Caracterizar con precisión esos procesos es condición necesaria para enfrentarlos con eficacia. En Revista Estudiantil Cali - Colectivo de Comunicación (Impresa)

Un panorama preocupante

El fenómeno es global. En Europa, la ultraderecha gobierna sin contrapesos en Italia, Hungría y Polonia, y es parte del gobierno en Suecia, Finlandia, Croacia y Eslovaquia. En Medio Oriente, el Estado terrorista de Israel condiciona la geopolítica de toda la región. En Asia, la India, que ya superó a China como el país más poblado del planeta con sus 1.450 millones de habitantes (más del doble de toda América Latina, seis veces Brasil) está en manos del nacionalismo ultraconservador. En EEUU, Trump se consagró presidente por segunda vez, ahora con un margen mayor respecto a sus opositores que la vez anterior. En Nuestra América el panorama no mejora.

En Brasil, el país más poderoso de América del Sur, Bolsonaro lidera una fuerza ultraconservadora que ganó la adhesión mayoritaria en las presidenciales de 2018. En 2022 perdió por un estrecho margen, pero mantuvo más de 58 millones de votos, una cifra mayor que la totalidad de la población de Colombia incluyendo a los recién nacidos. En las elecciones de medio término de 2024 la derecha y la ultraderecha ganaron 13 de las 15 capitales estaduales en disputa. Algunos de esos candidatos se distanciaron de Bolsonaro y aun así fueron electos: eso refleja un estado de adhesión social a las ideas más allá de la figura carismática del líder.

En Argentina, el bizarro panelista televisivo Javier Milei cosechó más de 14 millones de votos, el 55% del padrón. Enarboló un programa de ultraderecha que atenta contra todas las conquistas sociales. Tras casi un año de gobierno haciendo honor a esas políticas, el deterioro social es notable; hay luchas de resistencia, pero el nivel de adhesión a su discurso anti-política sigue siendo alto.

En El Salvador, Bukele fue reelecto con 84,65% de los votos tras seis años de gobierno donde su principal mérito fue hacer retroceder al crimen organizado, lo que incluye severas violaciones a los Derechos Humanos, cuestión que pareciera no preocupar a las mayorías sociales de ese país.

En Perú gobierna Dina Boluarte tras la destitución ilegal del maestro rural Pedro Castillo. Desde que ocupa la presidencia, avaló violentas represiones y consolidó una alianza con el gran capital.

También cuentan con gobiernos de derecha Ecuador, Paraguay, Uruguay, Panamá y Costa Rica.

En Chile, el ultraderechista Kast no pudo ganar la presidencia en 2021 (obtuvo 44% de los votos), pero mantiene una expectativa electoral que se potencia por la frustración del gobierno del exdirigente estudiantil Gabriel Boric.

La gestión progresista de López Obrador en México revalidada en las urnas, la moderada gestión de Lula en Brasil y los intentos de hacer pie con un programa alternativo de Petro en Colombia y de Xiomara Castro en Honduras, no alcanzan a empatar el panorama: son tiempos de avance global de las ideas neoconservadoras, más allá de las realidades particulares de cada país.

 

Del fascismo a las nuevas derechas

El objetivo de estas líneas es brindar insumos para la caracterización de las realidades que atraviesa nuestra Patria Grande; no buscaremos aquí la minucia teórica sobre términos y categorías, aunque apelar a algunas definiciones precisas nos ayudará en el análisis.

El historiador italiano Enzo Traverso afirma en su libro Las nuevas caras de la derecha (2018, Siglo XXI editores) que las fuerzas reaccionarias se emanciparon de la matriz histórica de los fascismos del siglo XX. Toma distancia del término “neofascismo” y elije hablar de posfascismos, en referencia al conjunto de rasgos compartidos por las nuevas derechas europeas: “una mezcla de autoritarismo, nacionalismo, conservadurismo, populismo y xenofobia”.

Más anclado en las realidades de Nuestra América, Claudio Katz, analista político argentino, afirma: “Es un frecuente error asemejar a la ultraderecha en boga con sus antecesores de la centuria pasada”. Fundamenta esa apreciación del siguiente modo:

El fascismo fue un instrumento inusual, en el marco de grandes acciones políticas de los asalariados e inéditas conflagraciones bélicas entre las principales potencias. Por esa razón, incluyó modalidades ideológicas extremas de absolutización de la nación y repudio del progreso, la modernidad o la ilustración.

Ninguno de esos condicionamientos está presente en la actualidad. En la segunda década del siglo XXI no se vislumbran amenazas bolcheviques, ni consiguientes exigencias de inmediata contrarrevolución. Han reaparecido las tensiones bélicas, pero sin guerras generalizadas entre bloques competitivos. Las motivaciones que dieron lugar al fascismo clásico no se observan en la coyuntura actual.

A pesar de ello, Katz reconoce que hay “un protofascismo potencial”. Esa alarma puede tener un sentido más concreto en algunos países de Nuestra América (Colombia) aunque esos rasgos no se ven necesariamente en los procesos de las nuevas derechas más extendidos. “Una dinámica de fascistización requeriría la amputación total de la democracia”, agrega Katz.

Hasta ahora, las mismas democracias burguesas, amañadas y moldeadas a favor del gran capital, parecen marcar límites “republicanistas” que dificultan –o, al menos, no promueven– la consolidación de regímenes fascistas al estilo de las dictaduras militares sangrientas del siglo pasado. Parece más probable que la propia ultraderecha recicle figuras y readapte su proyecto a la institucionalidad vigente para sortear el desgaste que le provocan las luchas de resistencia, e insista con mantenerse en el poder en el marco de las reglas de juego de estas democracias que, así como están, les resultan funcionales.

 

Caracterizar con precisión

El anarquista Buenaventura Durruti, tras alistarse en las filas combativas de la CNT española durante la Guerra Civil contra el franquismo, sentenció: “Al fascismo no se le discute, se le destruye”. Hoy, sin embargo, las clases dominantes parecen estar ganando terreno a fuerza de disposiciones autoritarias, es cierto, pero sin apelar necesariamente a regímenes criminales como los que estuvieron dispuestas a sostener el siglo pasado para frenar la revolución social. Las batallas que las izquierdas y los movimientos populares están perdiendo en Nuestra América son de carácter político, cultural, y no necesariamente del orden del “combate” entendido en el sentido tradicional.

Fue Gramsci, una de las víctimas más emblemáticas del fascismo italiano, quien, desde las prisiones de Mussolini, esbozó valiosos conceptos teóricos para reorientar a una izquierda acosada por la represión. Aun cuando efectivamente era el fascismo puro y duro el que buscaba aniquilar a los movimientos comunistas en auge, los conceptos de Gramsci sobre bloque histórico, hegemonía o alianzas sociales resultaron aportes fundamentales para pasar de la guerra de trincheras a la “guerra de posiciones”, entendida en su sentido político más que militar.

No es casual que los escribas de las nuevas ultraderechas recalen en la teoría del comunista italiano, aunque la caricaturicen y la den vuelta como una media. “Leen a Gramsci y dicen: ´este espacio donde las izquierdas se recrean luego de cada una de sus derrotas en la lucha de clases, en el plano económico, en el plano militar, es la cultura´”, interpreta el filósofo militante argentino Diego Sztulwark al analizar el discurso de Agustín Laje, ladero intelectual de Milei e influencer de las juventudes de derecha de todo el continente. Efectivamente, se trata de ultraderechas que, por el momento, están dedicando más energía a librar la “batalla cultural” que a fusilar opositores.

Esa batalla la están ganando haciendo política. Despotrican –con acierto– contra los diversos progresismos que resultaron frustrantes para el pueblo: el FMLN en El Salvador, el gobierno de Dilma Rousseff y el PT en Brasil, el estrepitoso fracaso de Alberto Fernández que arrastró al kirchnerismo a un fuerte desprestigio en Argentina; probablemente suceda lo mismo con el gobierno de Boric en Chile o el de Arévalo en Guatemala, por mencionar dos progresistas que convirtieron su gestión en pura claudicación.

Las izquierdas radicales (ya sean comunistas, trotskistas, guevaristas o filoanarquistas) también son críticas con esos progresismos, es cierto. Pero, al igual que los políticos moderados a los que critican, comparten con ellos una crisis de sentido estratégico que diluye su potencia. Esa crisis es epocal: no se reduce a factores de coyuntura ni a aspectos concretos de tal o cual realidad nacional.

Mientras las ultraderechas les hablan a la juventud en un discurso que le resulta familiar: antipolítica, economía de plataformas, individualismo, meritocracia, rechazo a la “casta” (engloban bajo esa denominación a políticos, sindicalistas acomodados, periodistas progres o líderes sociales con privilegios), cierta izquierda sigue pretendiendo interpelar a la sociedad con conceptos que es difícil identificar en el mundo actual y que distan abismos de la subjetividad de las mayorías: el “socialismo”, para gran parte de la sociedad, pasó a ser un hecho indeseado que conduce a la pobreza y a la falta de oportunidades; los “derechos sociales” suelen ser vistos como entes abstractos –en especial por las juventudes trabajadoras híper-precarizadas–, que cuestionan con razón el falso discurso de políticos acomodados en la función pública que no hacen más que hablar de una justicia social que no es tal.

 

A modo de hipótesis, en busca de retomar la iniciativa

En este contexto global, urge que las izquierdas acierten a retomar la iniciativa política. Es decir, que vuelvan a convertirse en factores de incidencia en sus sociedades, a lograr arraigo entre las masas trabajadoras, entre los excluidos, entre las diversas “tribus” juveniles, para dejar de ser una expresión marginal frente a este nuevo ciclo de crisis provocado por la propia dinámica de acumulación del gran capital. Urge readecuar estrategias y reempalmar con la base popular.

Para recrear un proyecto emancipatorio que vuelva a sintonizar con los anhelos de liberación de las mayorías oprimidas, aferrarse al pasado no resulta una buena opción. Insistir con viejas recetas que no dan resultado dificulta la elaboración de los horizontes de esperanza que obligatoriamente se deben trazar hacia el futuro.

No pasó tanto tiempo de las potentes y esperanzadoras movilizaciones que derivaron en estallidos sociales en Colombia y en tantos otros países de Nuestra América. Surgidas por fuera de los lineamientos políticos de las diversas organizaciones de izquierda, esas movilizaciones fueron el hecho político más importante de las últimas décadas. Ese fue el modo eficaz de desafiar a las derechas, de impugnar la hegemonía del neoliberalismo de guerra en Colombia y en todo el continente.

La última serie de rebeliones populares replicó una lógica virtuosa que tuvo lugar durante el primer ciclo progresista a principios del siglo XXI, donde gobiernos alternativos como los de Evo Morales, Rafael Correa, Néstor Kirchner o incluso Hugo Chávez llegaron al gobierno tras estallidos sociales. Es cierto que el fracaso de los gobiernos “progresistas” en América Latina es parte del problema. Las limitaciones, las claudicaciones y las desilusiones provocadas por gobiernos como los del peronismo en Argentina, el PT en Brasil o el Farabundo Martí en El Salvador pavimentaron el crecimiento de una ultraderecha que supo capitalizar el descontento. Pero, si prestamos atención a la realidad de Nuestra América durante las dos últimas décadas, deberemos saber diferenciar las frustraciones de los gobiernos, por un lado; y por otro, el potente ciclo de luchas que fueron la barrera efectiva contra el neoliberalismo en el período anterior.

Solamente con la lucha no alcanza, pero sin la lucha, sin el pueblo organizado y protagonista, no habrá emancipación posible. Son tiempos de resistencia, de reconstrucción de horizontes y de redefinición de estrategias. Aún parece ser pronto para vislumbrar las características de las nuevas ofensivas que los pueblos deberán librar. Sin embargo, ahí, en las potentes movilizaciones populares de hace no tanto tiempo atrás, están las certezas eficaces que los pueblos de Nuestra América supimos construir a fuerza de pura rebeldía y dignidad.

Tal vez sea hora de asumir la crisis estratégica, des-aprender recetas viejas y buscar enraizar en el pueblo, en la potencia expresada en las calles, en las movilizaciones, en las puebladas y en los estallidos que de seguro ocurrirán. La disputa política necesaria con las ultraderechas irá encontrando sus formas. Harán falta estrategias y organización, pero esas búsquedas siempre deberán partir del anclaje imprescindible en la masividad de la lucha popular.

 

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* Este artículo es una colaboración especial para la Revista Estudiantil Cali (entregado el 11/11/2024).