El avance de fuerzas políticas que ganan la adhesión de amplios sectores populares con ideas reaccionarias está sacudiendo a Nuestra América. Caracterizar con precisión esos procesos es condición necesaria para enfrentarlos con eficacia. En Revista Estudiantil Cali - Colectivo de Comunicación (Impresa)
Un panorama preocupante
El fenómeno
es global. En Europa, la ultraderecha gobierna sin contrapesos en Italia,
Hungría y Polonia, y es parte del gobierno en Suecia, Finlandia, Croacia y Eslovaquia.
En Medio Oriente, el Estado terrorista de Israel condiciona la geopolítica de
toda la región. En Asia, la India, que ya superó a China como el país más
poblado del planeta con sus 1.450 millones de habitantes (más del doble de toda
América Latina, seis veces Brasil) está en manos del nacionalismo
ultraconservador. En EEUU, Trump se consagró presidente por segunda vez, ahora
con un margen mayor respecto a sus opositores que la vez anterior. En Nuestra
América el panorama no mejora.
En Brasil, el país más poderoso de América
del Sur, Bolsonaro lidera una fuerza ultraconservadora que ganó la adhesión
mayoritaria en las presidenciales de 2018. En 2022 perdió por un estrecho
margen, pero mantuvo más de 58 millones de votos, una cifra mayor que la
totalidad de la población de Colombia incluyendo a los recién nacidos. En las
elecciones de medio término de 2024 la derecha y la ultraderecha ganaron 13 de
las 15 capitales estaduales en disputa. Algunos de esos candidatos se distanciaron
de Bolsonaro y aun así fueron electos: eso refleja un estado de adhesión social
a las ideas más allá de la figura carismática del líder.
En Argentina, el bizarro panelista
televisivo Javier Milei cosechó más de 14 millones de votos, el 55% del padrón.
Enarboló un programa de ultraderecha que atenta contra todas las conquistas sociales.
Tras casi un año de gobierno haciendo honor a esas políticas, el deterioro
social es notable; hay luchas de resistencia, pero el nivel de adhesión a su
discurso anti-política sigue siendo alto.
En El Salvador, Bukele fue reelecto con 84,65%
de los votos tras seis años de gobierno donde su principal mérito fue hacer
retroceder al crimen organizado, lo que incluye severas violaciones a los Derechos
Humanos, cuestión que pareciera no preocupar a las mayorías sociales de ese
país.
En Perú gobierna Dina Boluarte tras la
destitución ilegal del maestro rural Pedro Castillo. Desde que ocupa la
presidencia, avaló violentas represiones y consolidó una alianza con el gran
capital.
También cuentan
con gobiernos de derecha Ecuador,
Paraguay, Uruguay, Panamá y Costa Rica.
En Chile, el ultraderechista Kast no pudo
ganar la presidencia en 2021 (obtuvo 44% de los votos), pero mantiene una
expectativa electoral que se potencia por la frustración del gobierno del
exdirigente estudiantil Gabriel Boric.
La gestión
progresista de López Obrador en México revalidada en las urnas, la moderada
gestión de Lula en Brasil y los intentos de hacer pie con un programa
alternativo de Petro en Colombia y de Xiomara Castro en Honduras, no alcanzan a
empatar el panorama: son tiempos de
avance global de las ideas neoconservadoras, más allá de las realidades
particulares de cada país.
Del fascismo a las nuevas derechas
El objetivo
de estas líneas es brindar insumos para la caracterización de las realidades
que atraviesa nuestra Patria Grande; no buscaremos aquí la minucia teórica sobre
términos y categorías, aunque apelar a algunas definiciones precisas nos
ayudará en el análisis.
El
historiador italiano Enzo Traverso afirma en su libro Las nuevas caras de la derecha (2018, Siglo XXI editores) que las fuerzas
reaccionarias se emanciparon de la matriz histórica de los fascismos del siglo XX. Toma distancia del término “neofascismo” y
elije hablar de posfascismos, en
referencia al conjunto de rasgos compartidos por las nuevas derechas europeas:
“una mezcla de autoritarismo, nacionalismo, conservadurismo, populismo y
xenofobia”.
Más anclado
en las realidades de Nuestra América, Claudio Katz, analista político argentino,
afirma: “Es un frecuente error asemejar a la ultraderecha en boga con sus
antecesores de la centuria pasada”. Fundamenta esa apreciación del siguiente
modo:
El
fascismo fue un instrumento inusual, en el marco de grandes acciones políticas
de los asalariados e inéditas conflagraciones bélicas entre las principales
potencias. Por esa razón, incluyó modalidades ideológicas extremas de
absolutización de la nación y repudio del progreso, la modernidad o la
ilustración.
Ninguno
de esos condicionamientos está presente en la actualidad. En la segunda década
del siglo XXI no se vislumbran amenazas bolcheviques, ni consiguientes
exigencias de inmediata contrarrevolución. Han reaparecido las tensiones
bélicas, pero sin guerras generalizadas entre bloques competitivos. Las
motivaciones que dieron lugar al fascismo clásico no se observan en la
coyuntura actual.
A pesar de
ello, Katz reconoce que hay “un
protofascismo potencial”. Esa alarma puede tener un sentido más concreto en
algunos países de Nuestra América (Colombia) aunque esos rasgos no se ven
necesariamente en los procesos de las nuevas derechas más extendidos. “Una
dinámica de fascistización requeriría
la amputación total de la democracia”, agrega Katz.
Hasta
ahora, las mismas democracias burguesas,
amañadas y moldeadas a favor del gran capital, parecen marcar límites
“republicanistas” que dificultan –o, al menos, no promueven– la consolidación
de regímenes fascistas al estilo de las dictaduras militares sangrientas del siglo
pasado. Parece más probable que la propia ultraderecha recicle figuras y
readapte su proyecto a la institucionalidad vigente para sortear el desgaste
que le provocan las luchas de resistencia, e insista con mantenerse en el poder
en el marco de las reglas de juego de estas democracias que, así como están,
les resultan funcionales.
Caracterizar con precisión
El
anarquista Buenaventura Durruti, tras alistarse en las filas combativas de la
CNT española durante la Guerra Civil contra el franquismo, sentenció: “Al
fascismo no se le discute, se le destruye”. Hoy, sin embargo, las clases
dominantes parecen estar ganando terreno a fuerza de disposiciones
autoritarias, es cierto, pero sin apelar necesariamente a regímenes criminales como
los que estuvieron dispuestas a sostener el siglo pasado para frenar la
revolución social. Las batallas que las
izquierdas y los movimientos populares están perdiendo en Nuestra América son de
carácter político, cultural, y no necesariamente del orden del “combate”
entendido en el sentido tradicional.
Fue
Gramsci, una de las víctimas más emblemáticas del fascismo italiano, quien,
desde las prisiones de Mussolini, esbozó valiosos conceptos teóricos para reorientar
a una izquierda acosada por la represión. Aun cuando efectivamente era el
fascismo puro y duro el que buscaba aniquilar a los movimientos comunistas en
auge, los conceptos de Gramsci sobre bloque histórico, hegemonía o alianzas
sociales resultaron aportes fundamentales para pasar de la guerra de trincheras
a la “guerra de posiciones”, entendida en su sentido político más que militar.
No es
casual que los escribas de las nuevas ultraderechas recalen en la teoría del
comunista italiano, aunque la caricaturicen y la den vuelta como una media.
“Leen a Gramsci y dicen: ´este espacio donde las izquierdas se recrean luego de
cada una de sus derrotas en la lucha de clases, en el plano económico, en el
plano militar, es la cultura´”,
interpreta el filósofo militante argentino Diego Sztulwark al analizar el
discurso de Agustín Laje, ladero intelectual de Milei e influencer de las juventudes de derecha de todo el continente. Efectivamente,
se trata de ultraderechas que, por el momento, están dedicando más energía a librar la “batalla cultural” que a fusilar
opositores.
Esa batalla la están ganando haciendo política. Despotrican –con acierto– contra
los diversos progresismos que resultaron frustrantes para el pueblo: el FMLN en
El Salvador, el gobierno de Dilma Rousseff y el PT en Brasil, el estrepitoso
fracaso de Alberto Fernández que arrastró al kirchnerismo a un fuerte
desprestigio en Argentina; probablemente suceda lo mismo con el gobierno de
Boric en Chile o el de Arévalo en Guatemala, por mencionar dos progresistas que
convirtieron su gestión en pura claudicación.
Las
izquierdas radicales (ya sean comunistas, trotskistas, guevaristas o
filoanarquistas) también son críticas con esos progresismos, es cierto. Pero, al
igual que los políticos moderados a los que critican, comparten con ellos una crisis de sentido estratégico que
diluye su potencia. Esa crisis es epocal: no se reduce a factores de coyuntura
ni a aspectos concretos de tal o cual realidad nacional.
Mientras
las ultraderechas les hablan a la juventud en un discurso que le resulta
familiar: antipolítica, economía de plataformas, individualismo, meritocracia, rechazo
a la “casta” (engloban bajo esa denominación a políticos, sindicalistas
acomodados, periodistas progres o
líderes sociales con privilegios), cierta
izquierda sigue pretendiendo interpelar a la sociedad con conceptos que es
difícil identificar en el mundo actual y que distan abismos de la subjetividad
de las mayorías: el “socialismo”, para gran parte de la sociedad, pasó a
ser un hecho indeseado que conduce a la pobreza y a la falta de oportunidades;
los “derechos sociales” suelen ser vistos como entes abstractos –en especial por
las juventudes trabajadoras híper-precarizadas–, que cuestionan con razón el
falso discurso de políticos acomodados en la función pública que no hacen más
que hablar de una justicia social que no es tal.
A modo de hipótesis, en busca de retomar la
iniciativa
En este
contexto global, urge que las izquierdas acierten a retomar la iniciativa
política. Es decir, que vuelvan a convertirse en factores de incidencia en sus
sociedades, a lograr arraigo entre las
masas trabajadoras, entre los excluidos, entre las diversas “tribus” juveniles,
para dejar de ser una expresión marginal frente a este nuevo
ciclo de crisis provocado por la propia dinámica de acumulación del gran
capital. Urge readecuar estrategias y reempalmar
con la base popular.
Para
recrear un proyecto emancipatorio que vuelva a sintonizar con los anhelos de
liberación de las mayorías oprimidas, aferrarse
al pasado no resulta una buena opción. Insistir con viejas recetas que no
dan resultado dificulta la elaboración de los horizontes de esperanza que
obligatoriamente se deben trazar hacia el futuro.
No pasó
tanto tiempo de las potentes y esperanzadoras movilizaciones que derivaron en
estallidos sociales en Colombia y en tantos otros países de Nuestra América. Surgidas por fuera de los lineamientos
políticos de las diversas organizaciones de izquierda, esas movilizaciones
fueron el hecho político más importante de las últimas décadas. Ese fue el modo eficaz de desafiar a las derechas,
de impugnar la hegemonía del
neoliberalismo de guerra en Colombia y en todo el continente.
La última
serie de rebeliones populares replicó una lógica virtuosa que tuvo lugar
durante el primer ciclo progresista a principios del siglo XXI, donde gobiernos
alternativos como los de Evo Morales, Rafael Correa, Néstor Kirchner o incluso
Hugo Chávez llegaron al gobierno tras estallidos sociales. Es cierto que el
fracaso de los gobiernos “progresistas” en América Latina es parte del
problema. Las limitaciones, las claudicaciones
y las desilusiones provocadas por gobiernos como los del peronismo en
Argentina, el PT en Brasil o el Farabundo Martí en El Salvador pavimentaron el
crecimiento de una ultraderecha que supo capitalizar el descontento. Pero,
si prestamos atención a la realidad de Nuestra América durante las dos últimas
décadas, deberemos saber diferenciar las
frustraciones de los gobiernos, por un lado; y por otro, el potente ciclo de
luchas que fueron la barrera efectiva contra el neoliberalismo en el período
anterior.
Solamente
con la lucha no alcanza, pero sin la lucha, sin el pueblo organizado y
protagonista, no habrá emancipación posible. Son tiempos de resistencia, de
reconstrucción de horizontes y de redefinición de estrategias. Aún parece ser
pronto para vislumbrar las características de las nuevas ofensivas que los
pueblos deberán librar. Sin embargo, ahí, en las potentes movilizaciones
populares de hace no tanto tiempo atrás, están las certezas eficaces que los pueblos de Nuestra América supimos
construir a fuerza de pura rebeldía y dignidad.
Tal vez sea
hora de asumir la crisis estratégica, des-aprender recetas viejas y buscar enraizar
en el pueblo, en la potencia expresada en las calles, en las movilizaciones, en
las puebladas y en los estallidos que de seguro ocurrirán. La disputa política
necesaria con las ultraderechas irá encontrando sus formas. Harán falta
estrategias y organización, pero esas
búsquedas siempre deberán partir del anclaje imprescindible en la masividad de
la lucha popular.
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Este artículo es una colaboración especial para la Revista Estudiantil Cali (entregado el 11/11/2024).