El de Petro es el primer gobierno en la historia de Colombia que se propuso responder a las demandas de su pueblo. Su programa y su voluntad lo emparentan con los intentos del denominado “ciclo progresista” encabezado por Hugo Chávez y Evo Morales un par de décadas atrás, pero Colombia quedó a destiempo de aquella épica latinoamericanista. A menos de un año de cumplir su mandato, sin posibilidad de ser reelecto y en medio de un tenso clima de amenazas del gobierno de EE.UU., se impone un balance.
Al gobierno después del estallido
Gustavo
Petro llegó a la presidencia en 2022 como emergente de un ciclo de luchas
sociales que tuvo sus puntos más potentes en 2019, con un Paro Nacional que extendió
las protestas durante meses, y en 2021, cuando esas luchas acumuladas derivaron
en un estallido social. En ese contexto, Petro fue el candidato indicado en el momento justo. Durante su extensa
carrera política reivindicó su militancia juvenil en el M19, guerrilla
desmovilizada en 1990; fue alcalde de Bogotá y congresista durante distintos
períodos, en los que puso de manifiesto los vínculos del paramilitarismo con la
derecha política. Se fue convirtiendo en la figura de una izquierda caracterizada
más por sus denuncias que por su fortaleza estructural (el mismo Petro cambió
de partidos, y los frentes políticos en los que participó la izquierda durante
los últimos 20 años se dividieron, disolvieron o mutaron). Así, la dinámica del
proceso colombiano quedó establecida al modo latinoamericano: Petro es un líder que busca representar al pueblo por medio de un vínculo
directo, sin mayores intermediaciones. Esa falta de lazos orgánicos se
buscó suplir, de algún modo, con la candidatura de Francia Márquez como
compañera de fórmula, una lideresa afrocolombiana proveniente del movimiento
social, y con la construcción del Pacto Histórico, herramienta electoral de
confluencia de los distintos retazos de la izquierda y el progresismo. Ahora, Petro no tiene posibilidades de ser
reelecto; para aspirar a un segundo mandato debía proponer una reforma
constitucional (trámite más simple en Colombia que en otros países de la
región: la derecha no tuvo problemas en garantizar mandatos continuos de Juan
Manuel Santos o del propio Uribe). Pero Petro juramentó que no lo intentaría,
para despejar las acusaciones de la oposición que azuzaban el fantasma de un
izquierdista dictador.
El
ciclo de movilización social de los años previos a la llegada de Petro al
gobierno, protagonizado por una juventud hastiada de la represión y la falta de
oportunidades, se vio favorecido por la firma de los acuerdos de Paz en 2016. A
partir de entonces se desmovilizaron las FARC, la guerrilla más numerosa del
país; aunque quedaron grupos disidentes alzados en armas –en muchos casos en
connivencia con el negocio narco– y se mantuvo activo el ELN, con la salida de
escena de las FARC el factor “guerra” perdió peso en la política (aunque no
desapareció). Emergió así un movimiento
popular más activo y dispuesto a ocupar un lugar de protagonismo en la disputa
política. En Colombia por fin sucedió, entrada la segunda década del siglo
XX, lo que en muchos países de la región
había sucedido 20 años atrás.
La
gestión
Transcurridos
tres de los cuatro años de gobierno, los puntos más destacables del gobierno
petrista tienen que ver con las políticas sociales:
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Se entregaron cerca de 700.000 hectáreas
a familias campesinas y pueblos étnicos víctimas del conflicto armado, un
compromiso de los Acuerdos de Paz incumplido por los gobiernos anteriores. La
entrega de tierras debió lidiar con la presencia de paramilitares y actores
políticos que se habían apropiado ilegalmente de miles de hectáreas. Para superar
ese escollo y ampliar el alcance de esta política, Petro logró la aprobación,
en 2023, de la Ley Estatutaria de la Jurisdicción Agraria y Rural; sin embargo,
enredada en los vericuetos de la burocracia y las zancadillas opositoras, la
ley aún tiene pendiente su reglamentación.
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La reforma laboral presentada en 2025 busca subsanar las secuelas de las
contrarreformas antiobreras de la década de 1990, orientadas a la
flexibilización y a la reducción de “costos” para las empresas. La nueva
normativa busca recuperar derechos
laborales y proteger el empleo. Se trata de una de las reformas sociales
más importantes, aunque fue resistida en el Congreso, que solo permitió su
avance después de condicionar los aspectos más progresivos y tras una serie de
movilizaciones populares reclamando su aprobación.
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El gobierno impulsó una reforma
pensional (jubilaciones) que se propuso ampliar la cobertura a una mayor
cantidad de población. También esta reforma viene enfrentando
cuestionamientos legales y políticos y su implementación definitiva depende de
decisiones de la Corte Constitucional.
* Se incrementó la inversión pública en
educación. Se multiplicaron los recursos para garantizar la cobertura en todos
los niveles. La educación superior alcanzó, en los últimos tres años, una cifra
inédita: casi un millón de estudiantes acceden hoy a la universidad pública
de manera gratuita, un crecimiento del más del 50% respecto a 2022, según
datos oficiales. El acceso gratuito a la universidad había sido una de las demandas de la juventud que
protagonizó el estallido social anterior a la llegada de Petro a la presidencia.
La educación superior también se expandió a regiones rurales donde antes no
llegaba, mediante el programa “Universidad en tu territorio”. Se abrieron nuevas
sedes y estructuras modulares en regiones alejadas de las principales ciudades,
lo que beneficia en especial a poblaciones indígenas, afrodescendientes y a víctimas
del conflicto armado.
Por
otro lado, entre las políticas en las que el gobierno hizo agua se destaca el
fracaso de la “Paz total”. Con ese nombre Petro se propuso impulsar un plan de
negociaciones tendientes a desmovilizar a los distintos grupos armados
existentes en el país; entre ellos, algunos mantienen su ambición de incidir
políticamente –como la guerrilla del ELN— mientras otros son de carácter
delincuencial. Aunque hubo algunos avances, como
alivios humanitarios temporales y progresos localizados en algunas regiones, la
apuesta por negociar simultáneamente con múltiples actores terminó arrojando un
balance desfavorable. Entre los complejos factores detrás de esta imposibilidad
se encuentra la falta de control territorial estatal efectivo. Los grupos
armados, en la actualidad, combinan el ejercicio de la violencia con la gestión
de economías ilegales lucrativas (contrabando, minería, procesamiento y tráfico
de drogas). En este contexto, la violencia contra líderes sociales y firmantes
de paz que alarmó a organismos de derechos humanos durante las últimas décadas no
cesó, lo que constituye un flanco débil inexcusable para el gobierno de Petro.
El Comité Internacional de la Cruz Roja advirtió que 2025 podría ser el peor año de la última década en términos de
afectaciones a la población civil. Durante los primeros cinco meses de
este año los desplazamientos de población víctima del conflicto se incrementaron,
y comunidades indígenas denunciaron reclutamiento forzado de menores de 12 años
y asesinatos de autoridades étnicas, lo que lleva a líderes comunitarios a
hablar de un etnocidio en curso. Esta dura realidad encuentra sus raíces en
factores estructurales profundamente arraigados en la historia colombiana: una
disputa territorial persistente en zonas rurales, una institucionalidad débil
en vastas regiones, la articulación entre economías ilegales y poderes locales,
y una cultura política marcada por más de seis décadas de conflicto armado.
En
el mar de fondo de la violencia heredada y no resuelta, la derecha encuentra uno de sus caballitos de batalla que, sabe, le
resultará muy efectivo: la inoculación del miedo a la “inseguridad”. Si ese
eje de campaña funcionó recientemente en Chile, donde los índices de violencia
siguen siendo de los más bajos del continente, es entendible que vaya a
funcionar en Colombia, un país surcado por altos niveles de violencia
incorporados en el tejido social.
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* *
Más
allá de ciertos déficits de gestión, no debe minimizarse la importancia de las
reformas sociales impulsadas en estos tres primeros años. Se trata, en cada
caso, de iniciativas de peso. En algunos
casos constituyeron un desafío real al poder económico y a las clases
dirigentes tradicionales. Pero los avances fueron limitados. El gobierno padeció
de una correlación de fuerzas adversa
que buscó desafiar pero que no logró alterar. La capacidad de gestión se
vio limitada por una férrea oposición política y por organismos de control de
una institucionalidad fuertemente permeada por el poder económico empresarial,
al igual que sucede con el poder judicial y los principales medios de comunicación.
Petro suele repetir que él accedió al
gobierno, pero no al poder. A poco de terminar su mandato, esa
diferenciación se constata de manera brutal.
La
adversa correlación de fuerzas se fue cristalizando con el tiempo porque, al
igual que sucedió en otros gobiernos alternativos, el movimiento social acusó el desgaste de las luchas previas. La
movilización perdió potencia cuando uno de los “propios” llegó al mando de la
gestión estatal. Petro mantuvo la
convocatoria al pueblo para que gane las calles, con distinta suerte según
la coyuntura. Lo cierto es que el músculo por abajo no se mostró a la altura
del desafío, aun cuando, llegado este punto, esté en riesgo la continuidad del
proyecto popular.
Factor Venezuela
La
relación entre Colombia y Venezuela ha sido otro de los desafíos áridos que
Petro debió sortear. Son países con más de 2.200 kilómetros de frontera
terrestre en común y una historia que hermana a ambos pueblos. Mientras
Venezuela supo recibir a miles de familias colombianas en la década de 1980
–durante uno de los ciclos de bonanza petrolera de aquel lado de la frontera–,
en los últimos tiempos la ecuación se invirtió: a partir de la crisis económica
y la tensión política instaladas en Venezuela tras la muerte de Hugo Chávez y
el agotamiento del ciclo favorable de exportación de petróleo de la primera
década de este siglo, más de dos millones de venezolanos buscaron mejor suerte
en el país vecino. La oleada migratoria buscó ser capitalizada por la derecha,
que fue construyendo, de manera constante y permanente, una imagen del proceso chavista
asociada al caos y al fracaso del “comunismo”. A eso se suma la presión
política que los sucesivos gobiernos colombianos alineados con los EE. UU.
ejercieron contra Chávez primero y contra Nicolás Maduro después, que incluyó
desde el cierre de fronteras a un conflicto limítrofe de gravedad con la excusa
del envío de ayuda humanitaria. Como si fuera poco, la porosidad fronteriza –que
históricamente facilitó el contrabando de gasolina y alimentos a escalas cotidianas–
fue dando lugar a la instalación de grupos armados colombianos en tierras
vecinas, en muchos casos en connivencia con sectores de las Fuerzas Armadas del
chavismo. Petro logró hacer poco ante
tamaña situación, aunque se preocupó, desde el primer día, por desactivar la
tensión entre ambos gobiernos, reabrir fronteras y tender puentes de
entendimiento con Caracas. Ahora, las amenazas del gobierno de Donald Trump
a la República Bolivariana de Venezuela ponen en tensión a toda la región
Caribe, no solo por cercanía y solidaridad: las denuncias por narcotráfico
alcanzan al propio presidente colombiano y, aunque no tengan el más mínimo
sustento, encienden una señal de alerta directa sobre la soberanía de ese país.
Ante
ese difícil panorama Petro se posicionó claramente en contra de las
pretensiones injerencistas de los EE. UU., ya sea en su país (donde se espera
que, al igual que sucedió en Argentina y en Honduras, en las próximas
presidenciales Trump apueste fuerte para reforzar a sus aliados derechistas),
como en Venezuela (donde la amenaza incluye la posibilidad de acciones
militares). Su prédica firme en defensa de la soberanía y su vocación por la
denuncia internacional de los atropellos de las grandes potencias contra los
pueblos que no se les someten lo llevó, en septiembre pasado, a reivindicar la
resistencia del pueblo de Vietnam ante los EE.UU. durante la década de 1970 del
siglo pasado, y a reclamar, en propio suelo norteamericano, a los soldados de
ese país que no obedezcan a sus mandos, lo que le costó el retiro de la visa y
nuevas acusaciones de su par estadounidense. En esa ocasión –una protesta
callejera en las afueras de la ONU—Petro se refería al genocidio en Gaza, pero
bien vale el caso para dar cuenta de la
vocación del presidente colombiano por sostener la denuncia ante las
injusticias a nivel global, ya sea en Medio Oriente o en la región Caribe,
donde ahora se ciernen las amenazas más cercanas.
Al
momento de escribir estas líneas el hostigamiento militar de EE. UU. a
Venezuela se encuentra en un punto de tensión aún sin desenlace. Si sigue la
escalada de agresiones es de prever que Petro, como lo viene haciendo, sostenga
su posición o incluso la radicalice. Es lo correcto, aunque no necesariamente
sea lo que más rédito le dé ante una sociedad que, mayoritariamente, tiene una
mala imagen del proceso político chavista y mira con expectativas la
posibilidad de un cambio de régimen en el vecino país.
Presente de lucha, futuro
incierto
De
cara a las próximas presidenciales –que tendrán su primera vuelta el 31 de mayo de 2026– el Pacto
Histórico (herramienta electoral del petrismo) eligió, por medio de una
importante consulta interna que convocó a 2.7 millones de votantes, al referente de izquierda Iván Cepeda como
candidato de su sector. Cepeda, hijo de un dirigente comunista asesinado
por el paramilitarismo, combina una trayectoria en defensa de los Derechos
Humanos, una coherencia y una ética que lo destacan del resto de la dirigencia.
Tendrá que disputar, aún, una nueva
interna con fuerzas de centro, ya que el Pacto Histórico resolvió
participar de las presidenciales en el marco de un frente político más amplio.
De ganar esa segunda instancia, Cepeda podrá capitalizar su estilo de liderazgo
menos propenso a la “polarización” (tiene mayor capacidad de diálogo con
sectores políticos diversos), un atributo importante de cara a una eventual
segunda vuelta. De imponerse alguno de los candidatos centristas en la interna
entre el Pacto Histórico y sus aliados coyunturales, poco de “izquierda”,
“progresista” o “alternativo” quedará en pie hacia la próxima disputa
presidencial. Esa elección interna será en marzo. Hasta ahora, algunas
encuestas dan favorables a Cepeda.
En
la oposición se encuentra una derecha fragmentada, marcada por la desaprobación
a su gestión última y a su figura más representativa, Álvaro Uribe, quien acaba
de ser condenado por compra de testigos en una causa vinculada al
paramilitarismo. Es previsible que, en una primera instancia, la oposición
diversifique sus candidatos (como lo hizo recientemente la derecha chilena) y en
el balotaje cierre filas y se unifique
alrededor de cualquier candidatura que bloquee al petrismo, capitalizando
el gran poder empresarial y mediático que aspira a que uno de los suyos ocupe
el gobierno una vez más.
Las
presidenciales de 2026 en Colombia no serán ajenas a lo que sucede en una región (y en un contexto global) en
donde diversas candidaturas de derecha radicalizada vienen capitalizando el
descontento social. Los argumentos sobre los cuales cabalgan son diversos:
en Chile, el talón de Aquiles de Boric parece haber sido su excesiva
moderación; en Argentina, a la moderación de Alberto Fernández se sumó el descalabro
económico del que el conjunto del peronismo no logra despegar; en Bolivia, uno
de los procesos más sólidos se fue deshilachando por una serie infinita de
errores no forzados hasta la derrota final; en Colombia, el principal caballito
de batalla de la derecha viene siendo la inseguridad, en un país que no termina
de dejar atrás la violencia en torno a las economías ilegales y el
paramilitarismo. Sobre esas particularidades, en todos los casos se montan los
dispositivos de la “batalla cultural”
que demoniza las ideas de izquierda y de justicia social, logrando la proeza de
que sectores amplios del pueblo crean que allí está la responsabilidad del
fracaso de un sistema conducido estructuralmente por quienes se reciclan en las
sombras de las nuevas figuras salvadoras.
De
algún modo, el gobierno de Petro podría verse reflejado en las limitaciones de
los gobiernos progresistas de la primera ola de este siglo: si bien lograron
avances en ampliación de derechos sociales, la imposibilidad, indecisión o incapacidad para avanzar en
transformaciones estructurales terminó condicionándolos.
El
presidente de Colombia es consciente de eso, de ahí sus discursos encendidos, en la política local y en la arena
internacional. Pero la distancia entre el discurso y la realidad suele pasar
factura. Ahora se acerca al final de su
mandato dejando una huella valiosa, aun cuando no siempre lo acompañaron los
resultados. En mayo de 2026 se verá si eso alcanza. Petro gobernó con audacia y dignidad. Dado el contexto, suceda lo que
suceda, hay mucho que rescatar.
* Profesora de Trabajo Social, Universidad del Valle. Colombia
** Periodista, editor. Argentina