11 de octubre de 2017

Con el Che en el horizonte

El ejemplo de Ernesto Guevara resulta un aporte fundamental para las nuevas generaciones y las luchas que se vienen. Un legado que no se reduce a un método ni a una identidad, sino que proyecta, ante todo, una imprescindible ética revolucionaria. En El Furgón (Ar) | La Haine (Es)



Pablo Solana/El Furgón* – El ejemplo de Ernesto Guevara resulta un aporte fundamental para las nuevas generaciones y las luchas que se vienen. Un legado que no se reduce a un método ni a una identidad, sino que proyecta, ante todo, una imprescindible ética revolucionaria.

Los 50 años de su caída en combate resultan una oportuna excusa para conmemorar al Che; pero más que por el aniversario, el horizonte guevarista resulta más vigente que nunca por las tareas que demanda la nueva realidad de Nuestra América.

La historia profunda de nuestras luchas, de nuestros héroes y mártires, es apasionante; comprender cómo esa historia pervive –y alimenta– las resistencias actuales, resulta una tarea imprescindible. Pero acotemos el rango, pongamos el foco en el legado de Guevara, sus implicancias actuales y futuras.

Del Che a hoy

-El triunfo de la Revolución Cubana reinstaló la esperanza socialista y antiimperialista después de varias décadas de falta de brújula de la izquierda continental. Antes de eso, el estalinismo había impregnado a los partidos comunistas de las teorías paralizantes emanadas por la URSS: el “etapismo” postergaba a un futuro improbable cualquier posibilidad de revolución; los proletarios y campesinos debían aliarse (subordinarse) a las burguesías nacionales porque América Latina no podría aspirar a más que conquistas nacional-democráticas.

-Los guerrilleros del M-26 desafiaron el conformismo de aquella izquierda anquilosada. Siguieron su ejemplo múltiples organizaciones revolucionarias de todo el continente: el sandinismo en Nicaragua, potentes insurgencias en El Salvador o Colombia, movimientos guerrilleros con arraigo de masas en el Cono Sur; todos abrevaron en la épica cubana. El Che se proyectó como ícono indiscutible de la nueva oleada revolucionaria. Pero hacia finales de la década de 1980 dos hechos marcaron un quiebre: la caída del Muro de Berlín en 1989 y la derrota de la Revolución Sandinista en las elecciones de 1990. Bien podemos establecer allí el punto de inflexión y el declive de la impronta guevarista, al menos según su interpretación más simplista, asociada exclusivamente al método guerrillero (Colombia resulta la excepción: más allá del agotamiento continental, las insurgencias surgidas en la década de 1960 han llegado activas hasta nuestros días).

-Con más fuerza que antes, a partir de 1990 las socialdemocracias pretendieron ocupar el vacío dejado por la izquierda radical. Partidos reformistas o de centro se dieron un barniz de progresismo sin animarse siquiera a esbozar cambios a favor de los pueblos. El guevarismo dejó de ser una opción visible por aquellos años. La consecuencia inmediata de esos gobiernos socialdemócratas fue la expansión y consolidación del neoliberalismo más brutal.

-Una nueva oleada de resistencias vino de la mano de los movimientos sociales surgidos o revitalizados desde fines de 1980 y 1990; el caso más emblemático fue el de los Sin Tierra (MST) de Brasil. La irrupción zapatista en 1994 puede enmarcarse también en la resistencia a la ofensiva neoliberal. Unos y otros, movimientos sociales y zapatismo, aportaron a erosionar la hegemonía capitalista global y recuperaron el espíritu rebelde y las ansias de transformación social. El Che fue una figura claramente reivindicada, aunque de conjunto esas experiencias no lograron constituir un proyecto político que brindara un horizonte efectivo a la lucha social.

-El programa de transformaciones crecientes que impulsó Hugo Chávez durante su primera década de ejercicio del poder logró recrear expectativas para la izquierda continental. América Latina vivió, durante los últimos 15 años, un tiempo de cambios. Suele denominarse al período caracterizado por el conjunto de gobiernos que en distintas medidas se asociaron al chavismo como “ciclo progresista”. Pero más que a ese conjunto bastante heterogéneo de gobiernos -muchos de ellos apenas neodesarrollistas- preferimos reivindicar, a los fines de esta historización, puntualmente a la Revolución Bolivariana. El chavismo definió un nuevo período de avance para las izquierdas continentales. Proyectó una propuesta socialista en su enunciación, aunque no haya logrado avanzar en transformaciones estructurales anticapitalistas; propuso el método electoral apelando al empoderamiento popular, y apostó a una articulación regional de aspiraciones antiimperialistas. La figura del Che fue incorporada por Chávez como uno de los insumos ideológicos de su discurso, aunque claramente el proyecto bolivariano constituyó algo bastante más complejo.

-En los últimos años estamos viendo cómo, más allá de la resistencia del pueblo chavista y las luchas que resurgen en otros países de Nuestra América, la ofensiva reaccionaria ha ganado posiciones notorias en la geopolítica continental. Los movimientos populares y la izquierda deben repensar nuevas lógicas de resistencia y de proyección revolucionaria.

Con el Che en el horizonte

El historiador Miguel Mazzeo propone el concepto “horizonte guevarista”, que se caracteriza por “instalar enfáticamente la idea de la actualidad del socialismo y por resignificar la teoría de la revolución permanente en una clave creativa, enraizada, no dogmática, situada y eficaz”. Así, toma distancia de “la caricatura del guevarismo que lo presenta como una corriente militarista pragmática, anti-intelectual, anti-ideológica y anti-política”.

La definición -generosamente amplia- nos permite poner en perspectiva de ese horizonte a las nuevas luchas contra la recomposición conservadora que ya se están desarrollando en distintos países de Nuestra América.

Para enfrentar los desafíos que se vienen, el paradigma que primó en la última década y media, basado en elecciones bajo las reglas de juego de la democracia burguesa representativa y de libertad absoluta del gran capital para confrontar o sabotear la voluntad popular, ya está demostrando quedar corto.

La proyección política de la resistencia social representa una encrucijada de primer orden para el movimiento popular continental. Toda lucha revolucionaria requiere un paradigma que proyecte nuevos horizontes, adecuados al momento concreto, en función de las confrontaciones que ya se esbozan y se profundizarán.

En este contexto, volver al guevarismo resulta apropiado no por nostalgia anacrónica, sino para retomar herramientas teóricas, conceptuales y éticas que ayuden a nutrir el reimpulso del movimiento popular.

Volver o, mejor dicho, recrear el guevarismo según las condiciones actuales. Porque para el Che la revolución, las formas organizativas, el análisis de las sociedades, toda la producción teórica y práctica fue “creación heroica”, como había propuesto Juan Carlos Mariátegui. Así, puestos a repensar y recrear el guevarismo por venir, seguramente éste deba verse atravesado por las nuevas realidades de las últimas décadas, como el peso que adquirieron las luchas socioambientales o las transformaciones que las luchas feministas van imponiendo al conjunto de los proyectos populares.

Si somos consecuentes con el propio legado del Che, comprenderemos que el guevarismo no es una ideología definida o identidad cerrada, sino más bien una praxis articuladora de diversas tradiciones revolucionarias y de un conjunto heterogéneo de culturas emancipatorias; el guevarismo siempre se mostró compatible, colaborativo, integrador, de ideas tercermundistas, cristianas o, incluso, trotskistas. Así, resulta absolutamente legítimo referenciar con el guevarismo a John Willam Cooke (y al nacionalismo revolucionario de 1960 en Argentina), al sacerdote Camilo Torres (y al camilismo en Colombia), al zapatismo del Subcomandante Marcos o a figuras recientes de las luchas continentales (como Darío Santillán).

El humanismo del Che nutrió una concepción de la revolución que debía garantizar, además de mejoras materiales, transformaciones en la subjetividad social que él definió con la idea del “hombre nuevo” (concepto al que hoy cabe hacerle un señalamiento antipatriarcal, aunque la reformulación necesaria no desmejora su sentido ético radical).

Retomar al Che requiere evitar la reducción del guevarismo a una forma específica de acción: fue el Guerrillero Heroico, sí, pero fue además un político revolucionario, un teórico antidogmático, un economista heterodoxo, un humanista en su más amplia dimensión. Desde ese humanismo, el Che nos invita a reconsiderar el socialismo no solo como posibilidad para América Latina, sino como la única opción revolucionaria para lograr una sociedad de justicia e igualdad; propone un socialismo que sea proyecto civilizatorio más que método económico, claramente antagónico a los valores individualistas y de competencia de la sociedad capitalista. (Esa definición, a la que el Che aportó además solidez teórica, recobra una dimensión certera tras un ciclo político de prédica pretendidamente transformadora a la vez que condescendiente con las lógicas del capital). El guevarismo evitó el anclaje paralizante en las teorías dogmáticas o abstractas, pero no para caer en un pretendido pragmatismo que crecientemente diluya los principios y los objetivos estratégicos, sino para poner el énfasis en la praxis real de los sectores subalternos y oprimidos como fuente de un proyecto revolucionario de intransigencia de clases. La coherencia entre el pensar, el decir y el hacer son la expresión más sencilla y a la vez profunda de la ética guevarista.

El latinoamericanismo, el internacionalismo y el anticolonialismo fueron para el Che compromisos bien concretos que se plasmaron, como todas las demás dimensiones de su lucha, poniendo el cuerpo. Ante distintas realidades (en la Revolución Cubana, desde su rol como delegado ante otros países, en África o Bolivia) el Che predicó búsquedas unitarias de acción. La idea de que una revolución no es tarea de una sola organización, y que el divisionismo es un mal a combatir, son legados que deberían estar en primer orden a la hora de los balances del período que nos precede y de definir las tareas para enfrentar lo que se viene.

Con su acción y sus búsquedas aun después de la Revolución, el Che “descentró” al Estado como objeto único de toda reflexión y de toda lucha. Su decisión de abandonar sus cargos en el Estado revolucionario para promover nuevas luchas, aun reiniciando casi desde cero allí donde hiciera falta, muestra una disposición política y ética por des-sacralizar instituciones y formalidades.

Walter Benjamin supo decir que “la memoria de los antepasados es una de las más profundas fuentes de inspiración de la acción revolucionaria de los oprimidos”. El Che seguramente sea nuestro antepasado más influyente.

Como en cada momento histórico, las luchas actuales demandan (y van recreando) ideas que las fortalezcan y las proyecten. El legado del Che resulta un insumo fundamental para un nuevo paradigma revolucionario que ya se está gestando, una indispensable fuente de inspiración para las nuevas generaciones de luchadoras y luchadores que serán los protagonistas del mañana.