2 de febrero de 2018

"Cuando el Estado define al ’enemigo interno’ como enemigo político, apunta a su eliminación"

 Este será un año de fuertes protestas sociales y el gobierno ya avisó cómo piensa responder. Mariana Galvani, doctora en Ciencias Sociales y autora de dos libros sobre la policía, analiza la estrategia represiva actual: “Cuando se señala a un enemigo político desde el Estado, éste no puede ser resocializado, hay que matarlo, eliminarlo”, afirma. En La Izquierda Diario (Ar)


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Cómo se construye un policía y La marca de la gorra son los libros que Galvani lleva publicados. Además de investigadora del Instituto Gino Germani de la UBA, es profesora titular en las maestrías Derechos Humanos (UNLa-CELS) y Derechos Humanos, Estado y Sociedad (UNTREF). En sus libros vuelca las conclusiones de más de diez años de investigación. En el más reciente, Cómo se construye… (2016), realiza un recorrido histórico sobre la forma en que el Estado argentino definió, en los distintos períodos, al enemigo interno a combatir. Para ello estudió en profundidad la historia de la Policía Federal Argentina.

Durante los últimos meses, la desaparición y muerte de Santiago Maldonado, el asesinato por la espalda de Rafael Nahuel y las violentas represiones de diciembre fueron acompañadas por un discurso justificatorio desde el poder que pretendió amedrentar a la sociedad agitando el fantasma de distintos enemigos internos, aunque esas elaboraciones resultaran burdas e inverosímiles.

Parte de esas maniobras fueron un delirante informe oficial sobre “terrorismo mapuche” (https://www.argentina.gob.ar/sites/default/files/informe_ram-_diciembre_2017.pdf ), los “descubrimientos” de “células anarquistas" y las denuncias de “conspiraciones” y “planes golpistas” cuando hay protestas reprimidas que generan resistencia.

¿Es eficaz la invención de esas figuras? ¿Alcanza con eso para que sectores amplios de la sociedad naturalicen el incremento de la estrategia represiva?

“Creo que hay un intento de reestablecer un enemigo interno en la misma dinámica que lo hicieron en los años 70, copiando aquella lógica, pero no lo terminan de lograr”, afirma Galvani en diálogo con La Izquierda Diario. En la década del 70 operó en nuestro país una de las formas bajo las cuales el Estado suele definir la amenaza interna a combatir; un enemigo que atentaría contra el conjunto de la sociedad desde su mismo seno: el subversivo/terrorista. Pero aquello no fue una novedad: ya desde los orígenes del Estado-Nación ese tipo de figuras acompañaron el diseño de sus fuerzas represivas.


Vagos, anarquistas y terroristas

A mediados del siglo XIX aparece una de las primeras “alteridades indeseadas” que el Estado define como central: el vago, con antecedentes en las leyes españolas del período medieval. Contextualizado en las necesidades del modo de producción del siglo XIX en la joven nación, se trató de “una figura poco precisa que se mezcla, sintetiza o aglutina con las figuras del gaucho, del mendigo y del malentretenido”. En ese entonces se buscó atender a las necesidades de un mercado de trabajo que necesitaba mano de obra (no por falta de población sino por falta de calificación para los nacientes empleos del capitalismo dependiente); ante ello, la ley se dedicó a perseguir a quienes “no trabajan porque no quieren”, es decir, a los vagos: “Cuerpos que no estaban preparados para el trabajo, que vivían una vida nómada, que no eran socialmente ´útiles´ y que se presentaban como un peligro para la propiedad privada”, como elementos peligrosos, indeseados en esa etapa de acumulación de capital.

En las primeras décadas del siglo XX, los nuevos modos de acumulación capitalista llevan a replantear ese enemigo a combatir por el brazo armado de la ley. La persecución del vago tiene continuidad en la estigmatización de los lunfardos (malhechores de la época), pero con la inmigración y el surgimiento de la clase obrera el Estado define con claridad a su enemigo principal, los anarquistas: “delincuentes ideológicos, profesionales de huelgas sistemáticas a cuyos efectos agitan y explotan la masa del pueblo”. Para combatir a estos sujetos políticos que agitaban al joven proletariado el Estado dispuso “guillotina, fusilamiento, garrote o ergástula”.

En la revista de la Policía puede leerse la propuesta de “echar a la calle tropas y pueblos a exterminar anarquistas como quien caza en los bosques a bestias feroces”. Por el carácter ideológico del peligro, los anarquistas son considerados en el rango más alto que cualquier otra “amenaza social” vinculada a la delincuencia. Por ello resulta necesaria una dura legislación: la Ley de Residencia (1902) y la Ley de Defensa Social (1910), que tuvieron su correlato en la formación policial comandada por el sanguinario coronel Ramón Falcón (al mando de la fuerza desde 1806 hasta su ajusticiamiento por el joven anarquista Simón Radowitsky en represalia por la masacre de obreros de la Semana Roja de 1909; “los libertarios sostenían que cuando no hay justicia en la sociedad, el pueblo tiene derecho a hacer justicia con sus propias manos”, diría Osvaldo Bayer en su investigación emblemática sobre el caso).

La próxima figura que se consolida como enemigo interno es la del subversivo/terrorista. Señala Galvani que “a partir de los años cuarenta empieza a delimitarse como enemigo de la policía, y en la década del 70 queda establecido como una otredad radical” de la cual habría que proteger al conjunto de la sociedad. Durante ese lapso comienza a tomar protagonismo la Sección Especial de la Policía creada durante la dictadura de José Félix Uriburu (1930), que Juan Domingo Perón potencia al crear el fuero de la Justicia Policial, lo que otorga impunidad a torturadores. También durante el peronismo se eleva al rango de Dirección a la Coordinación Federal, antecedente de la Superintendencia del Interior y Delitos Federales Complejos, estructura decisiva para el involucramiento de esa fuerza en la represión genocida de la última dictadura militar.

Bajo esa concepción se persiguió a militantes revolucionarios, curas tercermundistas, referentes barriales, artistas y especialmente a delegados sindicales de base, estigmatizados por dirigentes políticos como el expresidente radical Ricardo Balbín, promotor de la expresión “guerrilla fabril”.


Mapuche y joven: apunten, ¡fuego!

La persecución de los pueblos originarios como "enemigos a exterminar" es otra de las características fundantes del Estado argentino, forjado al calor del genocidio que implicó la denominada “Campaña del Desierto” impulsada por la oligarquía vernácula y encabezada por el presidente Julio A. Roca entre los años 1878 y 1885.

Los terratenientes de la Patagonia encontraron en el gobierno de Mauricio Macri un aliado fundamental para su ofensiva contra las comunidades originarias en resistencia. La represión actual encuentra basamento ideológico en las doctrinas militares racistas que fundamentaron el exterminio del indio hace más de un siglo.

Pero los casos de Santiago Maldonado (28 años) y Rafael Nahuel (22), ambos asesinados en el marco de operativos represivos de desalojo contra comunidades mapuche, permiten visibilizar otro componente de la definición del enemigo interno para las fuerzas de seguridad: el joven pobre, el joven que protesta.

Ya desde la década del 70 la definición del subversivo/terrorista fue asociada a la figura del joven sospechoso, identificado exclusivamente con su pertenencia a los sectores populares. Durante el ciclo de gobiernos posdisctatoriales, de 1983 hasta la asunción de Mauricio Macri, las estrategias represivas prácticamente no apelaron a la figura del terrorista (en el plano interno, La Tablada constituyó una excepción a esa regla; los atentados a la Embajada de Israel – AMIA permitieron reinstalar esa figura, aunque apuntando a la amenaza externa). Sin embargo, durante este ciclo “democrático” la estigmatización de la juventud pobre se potenció, lo que puede constatarse en los índices crecientes de gatillo fácil, las edades de las víctimas y, también, de la población carcelaria (incremento que se verifica constante más allá del gobierno del que se trate, durante las últimas tres décadas).


Enemigo político versión 2018: intentos macristas y herencia K

Para Galvani, la estrategia actual pretende reactualizar al enemigo en la lógica de los 70 aunque, opina, desde el gobierno no logran terminar de plasmarlo. “Lo que sí queda claro es que, cuando el Estado define a un enemigo político, asumen que éste no puede ser resocializado. Hay que matarlo, eliminarlo. Un enemigo político se construye para ponerse en pie de guerra contra él. En otros casos en que el Estado define un peligro social puede proponerse resocializarlo, en algunos casos sí, en otros no, eso es discrecional. Pero cuando el enemigo es político no hay compasión”, afirma la investigadora.

La reactualización del término “terroristas” (centralmente a partir del señalamiento de la improbable Resistencia Ancestral Mapuche –RAM- pero no solo) nos lleva a preguntar sobre la Ley Antiterrorista propuesta por el kirchnerismo, y su funcionalidad con la estrategia de criminalización actual.

“La Ley Antiterrorista se propuso en su momento por presión del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI), un organismo internacional que, se supone, busca combatir el lavado de dinero. Hasta ahora este gobierno la usó en los casos de un par de muchachos que hicieron bromas con algún tipo de amenaza al Presidente, les aplicaron esa Ley y terminaron presos. Pero aún no veo que se la esté referenciando como marco ideológico”, afirma Galvani, quien conoció la gestión de seguridad kirchnerista por dentro: como parte de su labor académica, fungió como consultora del ministerio de Seguridad durante la gestión de Nilda Garré. Eso no le impide tener una mirada cuestionadora de las políticas de seguridad de la gestión anterior, y su funcionalidad con la actual estrategia represiva.

“Más allá de la Ley Antiterrorista –agrega- el kirchnerismo dejó otras realidades preocupantes, como la triplicación de los miembros de Gendarmería, que fue siempre una fuerza híbrida, militar, preparada para entrar y romper. Bajo el argumento progresista de ´derechos para todos´, y dentro de eso el derecho a la seguridad para todos, lo que hicieron fue favorecer una intervención más fuerte de la Gendarmería, como sucedió con el Cinturón Sur. Si bien tuvieron consenso social para hacerlo, eso es más terrible que la Ley: pusieron una fuerza militar a cercar todo el ingreso a la Capital. Creo que esa es la herencia más pesada del kirchnerismo, la triplicación de la fuerza de Gendarmería. La Ley Antiterrorista también, no pongo eso en discusión, solo que resulta objetivamente más pesado, incluso en términos ideológicos, tener una fuerza militarizada interviniendo en asuntos de seguridad interior”.


“Mato terroristas villeros”

Con esa frase se expresó en su cuenta de Facebook el policía que, tras golpear a un joven cartonero al terminar la movilización del 18 de diciembre de 2017 contra la Reforma Previsional, le pasó con su moto por encima dejándolo en grave estado. La frase, más allá de resultar una bestialidad, se corresponde con la definición del enemigo interno para los tiempos que corren.

Pero esa definición no es creada por la fuerza represiva, por más que le calce como anillo al dedo a su funcionalidad cotidiana. No es el policía, ni la Policía como institución, ni la Gendarmería, la que define en cada momento histórico al enemigo social a combatir.

“La policía es incomprensible si no se la analiza como parte constitutiva y definitoria del Estado”, propone Galvani, y agrega: “Estos policías no pueden ser pensados por fuera del Estado, por fuera de las relaciones capitalistas de producción, ni por fuera de las relaciones de poder”. Para la investigadora, la antinomia amigo-enemigo se corresponde con la configuración de la Policía como fuerza constituida militarmente, incluso desde sus inicios (en su historia, la PFA tuvo mayormente jefes militares; solo en los períodos democráticos recientes sus mandos fueron hombres de la misma fuerza).

La Policía –al igual que las otras fuerzas represivas-, al ser parte del Estado, “debe operar poniendo en práctica el racismo de Estado, exterminando a los otros en nombre de la vida y de la defensa de la sociedad”. Por lo tanto, es el Estado (su conducción política, sus intereses de clase) quien define, en cada etapa, a ese enemigo interno. Por eso la Justicia y la legislación (en ciertas coyunturas, también el consenso social) suelen acompañar estos procesos de exterminio del otro; incluso se puede llegar a suspender la ley (como en el Estado de Sitio) para “defender a la sociedad, el orden y la propia ley”, como sucedió para combatir primero a los anarquistas y luego a los delincuentes subversivos en los 70.

En su libro más reciente, Galvani polemiza con el sociólogo Jorge Graciarena, quien afirma que la necesidad de definir a un enemigo interno se corresponde con los estados “autoritarios-modernizantes latinoamericanos”. La investigadora y docente sostiene, en cambio, que “toda forma de Estado –y no solamente el autoritario-modernizante- necesita configurar a esas clases peligrosas a las cuales enfrentar”. En cada forma de Estado capitalista se construye un enemigo, no solo externo sino interno, para mantener la legitimidad de la violencia que necesita ejercer para mantener la desigualdad social.

El Estado, en el capitalismo, responde a los intereses de clase y a los patrones de acumulación del momento. Por eso, concluye Galvani: “Una sociedad sin propiedad privada no tendría necesidad de policía”.


No caer en la (doble) trampa

Más allá de la importancia que adquiere como forma de cohesión hacia las propias fuerzas represivas, la agitación por parte del gobierno y los medios de comunicación de la existencia enemigos internos (basada en amenazas inventadas o potencialmente reales) tiene como fin incidir en la conciencia social, legitimar la represión. Hay por lo tanto una tarea ideológica que deben desplegar las fuerzas populares para contrarrestar la estigmatización, disputar sentido hacia los más amplios sectores de la sociedad y no caer en el juego.

No subestimar la utilización mediática que el gobierno vaya a hacer de la protesta, evaluando en cada caso las tácticas más convenientes, será parte de esa inteligencia necesaria. Como queda visto, la definición del enemigo interno la harán de todos modos porque es una necesidad del Capital para neutralizar a quienes enfrenten la desigualdad que genera. Por lo tanto, evitar reproducir, consciente o inconscientemente, categorías de estigmatización de los que luchan, será también parte del desafío.