12 de diciembre de 2021

“No me extrañen”. Martín Oso Cisneros, la militancia que siempre vuelve

En Sur Capitalino (Ar)

Había pasado el 20 de diciembre y Martín Cisneros, el Oso, estaba desesperado por volver a militar. Le brotaba por los poros el deseo. Respiraba en el aire la necesidad. La crisis se le brindaba, a él más que a nadie, como oportunidad. Pero estaba solo. Tenía 41 años, hacía casi un cuarto de siglo que había aprendido a militar organizado y ahora, por más que ardieran las calles, sin orga no sabía cómo proceder, por dónde retomar. 

Seis meses después del estallido finalmente se decidió. La mañana del miércoles 26 de junio salió temprano. Era pleno invierno. Tomó el camperón verde gastado en tantas batallas anteriores y fue directo al Puente Pueyrredón. Intuía que aquella no sería una protesta más. Pensó que allí podría encontrar a algún otro compañero conocido. Pero no fue así. Fue solo, padeció la trágica represión de ese día, logró salir ileso e igual de solo se volvió.  

¿Cómo habrá vivido la sobredosis de angustia, bronca e impotencia que le provocaron las muertes de esa tarde fatídica? ¿Cómo habrá procesado el hecho de haberse sentido tan cerca, después de tanto tiempo inactivo, de aquella situación destinada a quedar en la historia, en la que cayeron abatidos por la represión dos pibes militantes, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán? 

–Estaba desorientado, me impactó verlo así –recuerda Mariana, una vieja amiga con quien el Oso se encontró días después–. Nos vimos en la movilización que se hizo para exigir justicia por Darío y Maxi. Él estaba igual, con su campera de siempre.  

 Charlamos un rato largo. Me preguntó dónde podía verlo a Lito; estaba desesperado por volver a militar.  

Mariana le dijo lo que sabía: que Lito Borello, antiguo compañero de militancia del Oso, había armado el Comedor Los Pibes en el barrio de La Boca. Que preguntara por ahí, que seguro lo iba a encontrar.  

Mariana y el Oso habían dejado de verse ocho años atrás, en 1994, en el viejo edificio de las Bodegas Giol donde militaban junto a más de 200 familias sin techo. La lucha de quienes ocuparon las Bodegas Giol merece un capítulo tan destacado como la trayectoria militante del Oso. De ambas historias se sabe poco. 

  

Una comisaría tomada 

De Martín Cisneros, el Oso, se supo públicamente después de su asesinato la noche del 25 de junio de 2004 a manos de un dealer narco, protegido de la Policía Federal. Más precisamente, por la toma de la comisaría 24 de La Boca que se desencadenó al confirmarse su muerte. La reacción popular dio lugar a un hecho extremadamente audaz, de consecuencias impensadas y desenlace milagrosamente pacífico: tras horas de ocupación de la sede policial que tuvo en vilo al barrio y a la primera plana del gobierno nacional, vecinas, vecinos y militantes devolvieron el lugar. La toma implicó la expulsión de los agentes policiales y el bloqueo de puertas y ventanas. Afuera, las fuerzas de seguridad dispusieron, en las terrazas vecinas, francotiradores que apuntaban a los rebeldes. Todo finalizó recién a las 9 de la mañana del día siguiente, cuando desde el gobierno confirmaron la detención del asesino. Lo primero que hizo la policía fue verificar que no hubieran robado el arsenal que se encontraba en la comisaría. El grupo de militantes planificó la retirada exigiendo garantías y logró irse sin que hubiera enfrentamientos ni nuevas víctimas fatales. No se conocen antecedentes de un hecho así. El juicio posterior mantuvo el tema en agenda y quienes encabezaron la toma debieron defenderse ante un tribunal. Lito Borello y Luis Bordón zafaron. Luis D´Elía pagó su participación con tres años y medio de cárcel; recién durante estos días, agosto de 2021, recuperó la libertad. Tal vez por las acusaciones y sospechas sobre un hecho que hizo pensar en un tipo de militancia extemporánea, violenta, la reivindicación del Oso se limitó a su activismo social. 

Los testimonios más conocidos dan cuenta de su última participación en el comedor popular y en las cooperativas que impulsaba la organización Los Pibes de La Boca. Más de una década y media después de su muerte, sus compañeras y compañeros coinciden:  es necesario volver a hablar del Oso, de su dimensión integral.  

Su historia muestra una de las derivas de la rebelión: además de desatar un formidable protagonismo juvenil, el 2001 reactivó la pasión por la militancia en cuadros políticos de vieja escuela que, a fuerza de frustraciones, habían perdido el entusiasmo.  

Había mucha trayectoria, mucha idea estratégica de revolución social en aquel muchachote sensible que, tras el estallido, decidió volver a militar.  


San Martín: el barrio, la brigada 

Martín Cisneros nació el 22 de marzo de 1960 en Villa Maipú, un barrio popular del partido de San Martín, al norte del conurbano bonaerense. Su casa estaba frente a una de las entradas del Batallón 601 del Ejército, donde en 1990 tuvo foco el último alzamiento militar y en 2011 se fundó Tecnópolis. Él esquivaba las charlas sobre su familia. Apenas compartía algún recuerdo cariñoso de su madre, muy de vez en cuando. Reivindicaba, eso sí, la identidad futbolera que mantenía desde la infancia: era hincha de Chacarita, la cancha estaba a unas pocas cuadras de su hogar. En su adolescencia empezó a fumar cigarrillos negros, costumbre que mantendría de ahí en más. 

Mariana recuerda una anécdota que lo pinta en su costado más introspectivo, menos conocido: 

–Una vez, mientras charlábamos de nada en especial, cosas de la vida, me preguntó: “Vos que estudiás ciencias sociales, ¿me podés decir si la humanidad en esencia es buena o mala?” – Mariana piensa un instante, e interpreta–: Eso de la bondad y la maldad es una cuestión filosófica, que por ahí yo ponía en otros términos. Para mí era preguntarme, no sé, si somos sujetos del capital o el capital es el sujeto, qué podemos transformar en esta sociedad... Él, tal vez con una expresión más infantil, se hacía sin embargo esas mismas preguntas: quería entender para qué hacemos lo que hacemos, saber si apostar o no a la humanidad. 

Lito Borello, a quien el Oso buscó después del 2001 y con quien militó hasta el último día, fue quien le habló de política antes que nadie, durante los últimos años de la dictadura. Habían sido amigos desde la infancia. Sus casas quedaban a seis cuadras, en el mismo barrio. Con él, el Oso empezó a militar. 

–Fue en 1982, cuando todas las organizaciones empezaban a crecer de nuevo. Él se incorpora conmigo a la Fede, la juventud comunista, en Villa Maipú, como parte del Regional Norte; ahí militamos juntos toda esa primera etapa –recuerda.  

Lito, apenas seis meses mayor que el Oso, tenía un vínculo de más tiempo con la política. Había empezado a participar en una agrupación peronista durante su adolescencia, en el colegio Pio XII, a mediados de los setenta. La dictadura lo obligó, como a tantas y tantos, a desarrollar “una cultura de ocultar tu vida anterior”, cuenta. A la hora de retomar la militancia lo hizo bajo otras banderas: ya no en el peronismo, sino en el Partido Comunista, el PC. Sin embargo, aquella identidad de origen, con el tiempo, tendría una influencia determinante en su militancia, y en la del Oso también. 

Juntos transitaron aquellos años intensos para una juventud que encontraba por primera vez espacios de libertad. En San Martín hicieron una brigada de agitación y propaganda a la que llamaron “Doctor Ernesto Guevara”. De ese modo se empezaron a curtir en un tipo de actividades que desafiaban la corrección política que cultivaban los partidos tradicionales.  

En mayo de 1985 se organizaron para dar una particular respuesta a las familias inundadas de su municipio. Ese otoño llovió en Buenos Aires como no había llovido en un siglo. Catorce personas muertas, noventa mil evacuadas. Apenas bajaron las aguas, la prioridad era la asistencia social. Pero la municipalidad de San Martín no reaccionaba. Fue entonces que el grupo de la Fede donde estaba el Oso decidió tomar unos colectivos, intimidar a los choferes, desviarlos y tomar también por la fuerza el edificio municipal. Las cajas PAN, del Programa Alimentario Nacional, estaban allí sin ser entregadas a las familias damnificadas. El Oso y los demás salieron a repartirlas de prepo, desafiando la autoridad del intendente y el control policial. No faltó quien calificó el hecho como un “asalto”: por aquel entonces esas eran prácticas setentistas, mal vistas. Un ejercicio de acción directa que chocaba con los modos prolijos que proponía la vida institucional posdictatorial.  

Otro hecho que el Oso siempre recordaría con cariño, y cierto orgullo: en 1988, el 9 de septiembre, la Fede estuvo en la movilización que acompañó a la huelga general de la CGT contra el plan económico de Alfonsín. La concentración en Plaza de Mayo fue masiva; los ánimos se caldearon, hubo represión. Al terminar la jornada, en algunos medios se dijo que habían sido los jóvenes del PC los que más decididamente habían enfrentado a la policía. Quienes conocían el paño comentaban sobre la combatividad del grupo de zona norte del que venía el Oso. Regional “Patria o Muerte”, los llamaban, replicando la consigna de la revolución cubana. 

La Fede, aunque sin ostentar, se hacía cargo de esa fama. En marzo de 1990, durante la visita al país del vicepresidente norteamericano Dan Quayle, el Oso y su regional protagonizaron otro hecho de esos que requieren una fina planificación. Poco tiempo antes, Menem, recién asumido, le había ofrecido “relaciones  carnales” al entonces jefe de la Casa Blanca, George Bush. La juventud comunista se las ingenió para hacer una acción de repudio frente al Palace Hotel donde se alojaba Quayle: llegaron de manera dispersa y en pocos segundos se agruparon, desplegaron una bandera norteamericana y la prendieron fuego al son de consignas antiimperialistas. La acción fue breve, debían irse antes de que la policía lograra reaccionar. Consiguieron lo que se habían propuesto: las imágenes del fuego que devoraba la bandera yanqui fueron captadas la prensa y llegaron a la televisión. El diario Sur puso fotos en su portada. En la tele Bernardo Neustadt compartió su indignación con el propio presidente Menem y pidió castigo para esos bandidos. Se preguntó al aire si volvía la subversión. Aunque tenía los volantes que habían repartido en la actividad con consignas contra el imperialismo norteamericano, no pudo identificar a los militantes de la Fede porque habían decidido no firmarlos; esa vez, lo más prudente era no darse a conocer.  

Pocos días después de esa acción, el Oso cumplió 30 años. Le esperaban nuevas responsabilidades. Pero de todas las experiencias de militancia combativa que lo marcaron, la más importante había ocurrido en 1987. Ese año el Oso había sido elegido por el PC para integrar la tercera Brigada del Café a Nicaragua, donde el Frente Sandinista de Liberación Nacional había tomado el poder ocho años atrás. La revolución tenía dificultades de producción, por eso las brigadas iban a colaborar con las cosechas. También había enfrentamientos con los grupos contrarrevolucionarios promovidos por mercenarios estadounidenses. En el año en que viajó el Oso, además, la guerrilla salvadoreña, a pocas horas de Managua, pretendía lanzar su propia ofensiva hacia la toma del poder. El acercamiento a las guerrillas centroamericanas era parte del viraje político que el PC argentino había adoptado en su Dieciséis Congreso realizado en 1986.  

El Movimiento de Brigadistas Libertador General San Martín, conocido como las Brigadas del Café, fue la movida emblemática de este intento de reorientación estratégica del comunismo argentino. El desafío para la Fede era importante porque implicaba torcer la política sinuosa, claudicante, que el Partido había tenido con la dictadura. La autocrítica implicaba una revalorización de las organizaciones revolucionarias en Argentina (las de los años setenta) y en América Latina (las que en ese mismo momento estaban combatiendo contra dictaduras apoyadas por los Estados Unidos). La militancia de la Fede se entusiasmó con el viraje. Cantaban: “Somos la patota de Fidel / y el Che Guevara / larguen todo y vengan volando / que estamos gestando la Revolución”. Hubo un grupo selecto que, después de pasar por Nicaragua, fue enviado a combatir a El Salvador, pero al Oso no le tocó. Sí a su amigo Marcelo Feito, también de la Regional Norte, quien cayó allí en un enfrentamiento con el Ejército. Cacho, otro partícipe de aquella experiencia, cuenta que le oyó decir al dirigente comunista salvadoreño Shafik Hándal que las brigadas habían sido creadas para sumar al PC argentino a la mesa de la izquierda latinoamericana coordinada por los cubanos. Aquella juventud comunista estaba convencida de que sería parte de la revolución continental.  

A su regreso de Nicaragua, al Oso le ofrecieron quedar al frente de la Fede en su zona, y fue designado secretario político de Villa Maipú. Pero en el partido las cosas no avanzaban en el sentido que la juventud esperaba. La muerte de Marcelo Feito en la guerrilla centroamericana aceleró la reacción del sector más conservador del partido, que no quería ver al PC relacionado con aventuras que lo desviaran de la cómoda senda legal. Una cantidad importante de militantes de la Fede entendieron ese freno como una claudicación a los mandatos revolucionarios del Dieciséis Congreso. “Una traición”, decía el Oso. Diversos grupos se alejaron del partido.  

El Oso se fue con Lito y Daniel, el Cabezón, un compañero de Zárate. Se reunieron en San Martín, en el patio de la casa del padre de Lito, alrededor de una de esas mesas redondas con pedacitos de azulejos, tradicionales en muchas casas de familias de laburantes. Estaban ansiosos por retomar la militancia. Acelerados, necesitados de reafirmar definiciones estratégicas, hablaban y hablaban, y parecía que la revolución estaba en sus manos, a la vuelta de la esquina. Aunque pensaban desarrollar una política de cuadros, es decir, fomentar militantes con capacidad de multiplicar voluntades, eran un puñado mínimo en torno a la mesa de un patio suburbano. “Delirábamos”, reconoce Lito. Fue el Oso el que cayó en la cuenta y alertó:  

–Che, esperen… ¿No será mucho todo esto que estamos planificando? ¿No nos estaremos yendo demasiado a la mierda? Tu viejo nos escucha, nos mira… debe pensar que estamos fumados. 

Se hizo un silencio incómodo. Intercambiaron miradas adustas. Hasta que alguno soltó la primera risa. La reunión terminó así: políticamente desorientados, pero distendidos. Pretendían ser un núcleo militante pero, por el momento, parecían más un grupo de amigos.  

Fueron un par de años de reacomodo, durante los que decidieron resolver colectivamente no solo la búsqueda política, sino también la supervivencia. La crisis económica empezaba a hacer estragos. Al Oso y a Lito les pareció que sería más fácil rebuscárselas juntos: primero intentaron con un quiosco en Floresta. Después con un taxi. Eso les permitió andar más por la Capital. Generar ingresos juntos les daba un respaldo para ponerse a militar. 

En 1992 otro viejo compañero de la Fede los contactó y les pasó un dato que les cambiaría la vida: no porque los fuera a sacar de la malaria económica, sino porque les iba a brindar un nuevo escenario en el que poner a prueba las nuevas orientaciones militantes que acababan de delinear.  


Bodegas Giol: la defensa del techo 

Aquel compañero los puso en contacto con Delia, una mujer de 38 años que había frecuentado la Fede de manera periférica, lo suficiente como para confiar en los militantes que vinieran de ese espacio. Ella venía haciendo malabares desde hacía rato: para sostener el hogar con su sueldo mínimo de enfermera cuando su marido enfermó de gravedad; para que las dos nenas y el niño, sus tres hijes, no perdieran la escolaridad por la crisis familiar; para conseguir una nueva casa, departamento, hotel, lo que fuera, que les evitara a la familia quedar en la calle. Le pedían más de lo que cobraba para renovar el alquiler y no tenía para pagar. Una amiga le habló del edificio ocupado de las bodegas Giol, cuando la toma todavía no era conocida. Delia resolvió que se mudarían allí. Una vez instalada con su familia, sumó un malabar más: aceptó ser vocera y se convirtió en presidenta de la Comisión Vecinal.  

“Somos gente que venimos de la clase media y poco a poco lo perdimos todo”, solía decir Delia en nombre de la comisión, hablando a la vez de su historia personal. Al igual que ella, Mirta, Edith, María Ester, Hilda, todas jefas de hogar, se habían puesto al frente de la organización. “Son las mujeres de ese consorcio de 228 familias y casi 1500 almas quienes han tomado la posta en la defensa del techo”, escribió la periodista Susana Viau en  Página/12 el 1 de agosto de 1993, después de visitar a la comisión vecinal.  

Junto al Oso y Lito, y a un par de varones más que las secundaron, ese grupo de mujeres lideró una lucha que puso en aprietos al gobierno de Menem en su momento de mayor esplendor, apenas un año antes de su holgada reelección. 

El edificio que se conoció como Bodegas Giol estaba en el porteñísimo barrio de Palermo, a tres cuadras de Puente Pacífico, al lado de las vías del ferrocarril San Martín. Eran dos bloques de hormigón construidos a fines de la década del treinta, de más de media cuadra de frente y tres plantas de alto. Gris por fuera y, por la tarea de almacenar bebidas que debían cumplir, con pocas pretensiones estéticas. En el interior, el sector de las cubas tenía espacios sin ventanas y brea o pintura negra en las paredes para garantizar la oscuridad que el vino necesitaba. Eso convertía al espacio en un ambiente poco agradable para vivir. Sin embargo, ese edificio fue la más grande casa tomada de la ciudad de Buenos Aires.  

La empresa había quebrado en 1989 y el edificio que tenía en Buenos Aires volvió a quedar bajo control de quien le alquilaba el lugar, Ferrocarriles Argentinos. Es decir, el Estado argentino. Pero el gobierno estaba a punto de concesionar el predio al grupo empresarial Pescarmona, a tono con aquel furcio del ministro Dromi que se pareció demasiado a una confesión cínica: “Nada de lo que deba ser estatal permanecerá en manos del Estado”. Sin embargo, las familias sin techo tenían esperanzas de que la propiedad estatal del lugar jugara a su favor: una concesión podía ser reversible. Era razonable pedir que se rediseñara un edificio en desuso para resolver el problema de más de doscientas familias que no tenían un lugar donde vivir. Después de todo, es el Estado quien debe velar por el derecho constitucional a tener una vivienda digna. Pero la violencia con la que se les respondió fue brutal. Empezando por el propio presidente de la nación. 

–¿Usted sabe lo que demora el proceso judicial? Mientras tanto, se pueden meter en cualquier casa, en su vivienda incluso. ¿Y cómo los saca? Si es así, vamos a estar dos o tres años y a lo último, hasta las plazas van a estar ocupadas –respondió Menem a la pregunta de un periodista sobre las familias de las Bodegas Giol. 

–¿Qué va a hacer, entonces? 

–Hay que desocupar compulsivamente, sin esperar el pronunciamiento de la Justicia. 

La palabra presidencial alentaba la ilegalidad de las fuerzas de seguridad o de grupos parapoliciales. Aunque varios organismos de derechos humanos lo cuestionaron, el discurso tuvo efecto: la policía y bandas de civiles armados, en ambos casos fuera de la ley, actuaron para forzar el desalojo. 

Los relevamientos oficiales daban cuenta de un déficit de 3 200 000 viviendas y la ocupación de inmuebles deshabitados era un problema real. Con las privatizaciones y el ajuste, crecían la desocupación y la exclusión, y era lógico que se agravaran las consecuencias de la crisis social. Entre la oleada de amenazas de desalojos sobresalió Giol, porque ya se había convertido en un símbolo. Las familias sin techo habían sabido defenderse, hacerse notar. El Oso y Lito, junto a Delia y el resto de las y los ocupantes, llevaron adelante una militancia sin descanso para fortalecer la organización vecinal. Hubo una comisión interna con delgadas y delegados por sector para que todas las familias se enteraran de la situación y participaran de las decisiones. En alianza con el cura del barrio, construyeron una capilla en el edificio. De la mano de estudiantes de distintos colegios y universidades, se montaron un centro de salud, una asesoría jurídica permanente y se dieron clases de apoyo escolar. La ventaja de estar en un barrio con cercanía a distintas facultades de la Universidad de Buenos Aires facilitó la solidaridad.  

La Comisión Vecinal, dotada de la visión política que aportaban el Oso y Lito, fue protagonista de coordinadoras de luchas por la vivienda junto a la Unión de los Sin Techo, el Movimiento de Ocupantes e Inquilinos y la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA). Se estaba poniendo de pie uno de los sujetos sociales que cobraría protagonismo en la resistencia: las excluidas y los excluidos que tomaban como base de organización el barrio. El mismo proceso que, con los años, dio forma a los movimientos de trabajadores desocupados que alimentaron los piquetes y las puebladas en todo el país. Por eso Giol terminó en el foco de la nueva política represiva del menemismo.  

Desde la noche anterior al 4 de octubre de 1994, hubo dos helicópteros que sobrevolaban el barrio de Palermo, con reflectores que apuntaban al edificio por desalojar. Durante la madrugada se desplegaron tanquetas y carros hidrantes; camiones de bomberos; y un cerco a medio barrio que incluyó a 400 miembros de la Guardia de Infantería, División Perros y Policía Montada, para que un eventual conflicto no se expandiera más allá. “Había que poner en juego cientos de efectivos, como para asustar a los ocupantes de la ex bodega y disuadirlos de presentar batalla”, analizó el periodista Martín Granovsky en el diario Página/12 un día después del desalojo. Otro periodista, Daniel Enzeti, escribió en la revista Noticias: “Fue el primer desalojo masivo de viviendas en democracia”.  

La línea de avance para expulsar a las familias pobres de la Ciudad de Buenos Aires estaba marcada: además del desalojo violento, el de Giol fue el primer caso en el que el Estado inició un juicio por usurpación no ante la justicia civil, sino en el fuero penal.  

El Oso alternó, entre 1992 y aquel 4 octubre de 1994 cuando se produjo el desalojo, su trabajo con el taxi y la militancia en Giol. Su compañero Lito había quedado formalmente integrado a la comisión vecinal pero el Oso, que militaba a su par, prefería el perfil bajo. Sus tareas eran diversas, aunque dos factores lo identificaban con las labores de defensa del lugar: por un lado, su corpulencia y por el otro, las agresiones que padecían las familias, que requerían una buena planificación de seguridad. 

Lito recuerda momentos de tensión que, sin embargo, con el Oso se volvían más llevaderos: 

–Cuando Giol empezó a tomar cierto vuelo político, mandaron a atacarnos a un grupo de unos 20 sátrapas, delincuentes. La cana les liberó la zona. Planearon ir a quemarle la casa a Delia para que tuviera que irse del lugar. En un momento de la confrontación le tiran al Oso una molo muy casera, hecha con un frasco de mermelada, más chica que las comunes. No hizo mucho fuego, pero le prendió fuego las patas. Yo me saco la campera y lo tapo, le abrazo las patas. Se me hizo mierda la campera. En un momento nos miramos, yo seguía abrazado ahí… y nos entramos a cagar de risa. Mirá que en medio de toda esa tensión, toda la situación la verdad muy de risa no era, pero bueno, los otros ya habían salido cagando y en un momento así, terrible quilombo, en algún momento te aflojás… –Al recordar todo aquello Lito vuelve a reír como entonces; hace una pausa, su mirada parece irse tras otros recuerdos–. Por eso a mí me dolió mucho, me costó mucho tiempo el duelo, jamás voy a volver a tener otro amigo con el nivel de empatía que tenía con él. 

Durante los dos años que duró la ocupación de las Bodegas Giol, el Oso y Lito fueron madurando la nueva política de la etapa post PC. Mantuvieron el vínculo con el Cabezón, el zarateño que había estado con ellos en la charla fundacional después de la ida del partido, aquella en el patio de la casa del padre de Lito que terminaría a las risas, sin mucha claridad. En el transcurso de la lucha sumaron definiciones más ajustadas y nuevas voluntades: viejos contactos a quienes invitaron a militar, estudiantes universitarios que se habían acercado a Giol a colaborar. El núcleo inicial se había ampliado, ya tenía dimensión suficiente para tener un nombre a tono con la política que iría a desarrollar: Agrupación Resistencia. En la firma montaban las letras al pie del símbolo tradicional de Perón Vuelve, la P sobre la V. “El Oso se hizo peronista contra el menemismo”, explica Lito. Aquella identidad nacionalista de su adolescencia volvía a aflorar, ahora en los noventa, justo cuando el peronismo parecía desbarrancar. Agrupación Resistencia priorizaría el trabajo de base, lejos de los partidos tradicionales, incluso los de la izquierda; se acercaría a sindicatos combativos; mantendría al grupo militante unido, dotado de una política que se seguía consolidando al calor de la lucha social. Pero el Oso, después del desalojo de Giol, se alejó. No volvió a tener contacto con sus compañeros hasta que los reencontró en La Boca, ocho años más tarde. 


Los Pibes: emprender y producir 

Entre Giol y La Boca, el Oso se mantuvo alejado de la militancia. Formó una pareja y se mudó a Barracas. Montó una pequeña imprenta que duró hasta fines de 2001, justo cuando la crisis estalló. 

Con la orientación que le dio Mariana para que buscara a Lito en el comedor Los Pibes, después del 26 de junio de 2002, el Oso se movió por La Boca hasta que encontró a su viejo amigo en la Plaza Matheu, organizando una actividad social. 

“Al otro día que nos vimos, el Oso ya era el de siempre”, recuerda Lito. Se sumó a Los Pibes, que para aquel entonces ya había cambiado de nombre: no era solo un comedor, ahora se llamaba Unidad de Producción Social. A poco andar se convirtió en un nuevo referente de la organización; todas y todos destacaban su dedicación permanente, su entereza y su bondad. 

En los videos de homenaje que le dedicaron tras su asesinato, hay una grabación en la que el Oso cuenta sobre las tareas de Los Pibes en esos años post 2001: 

–Este proceso empieza desde el año pasado, haciendo algunas prácticas de emprendimientos productivos. Hoy hay un Estado que no existe, que no atiende el hambre, no atiende la necesidad de salud, de empleo. La organización se mete de lleno a trabajar en proyectos productivos que tengan que ver con el rubro alimentario. Una de las áreas que abordamos es la de empleo, trabajo genuino, experiencias con compañeros que no trabajaron nunca: ninguno es panadero, ninguno fue fabricador de galletitas o fabricante de pastas, por eso estamos haciendo escuela de todos estos proyectos. 

El video lleva como título una frase que el Oso solía repetir cada vez que se despedía de sus compañeros hasta el próximo día: “No me extrañen”.  

Hoy su imagen, además de abundar en centros sociales y murales del barrio de La Boca, es uno de los símbolos de la UTEP, la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular. Allí están organizados los emprendimientos productivos que él ayudó a crear.