Relato de las horas decisivas que siguieron a los asesinatos de Darío y Maxi. La noticia de las muertes y la tensión frente a la comisaría. La “causa complot” y el velorio de Darío Santillán. Las fotos y la reacción popular que lograron detener la persecución y dar vuelta la historia. El dolor que se transformó en bronca y en más organización. En ANRed (Ar)
En el imaginario popular, la Masacre de Avellaneda quedó grabada a fuego con las escenas de Darío y Maximiliano en la estación. Sin embargo, hubo una batalla silenciosa que se libró durante las horas posteriores a los crímenes, de la que poco se sabe. Entre la noche del 26 y el amanecer del 27 de junio se decidió la suerte del plan general que se había organizado desde el gobierno nacional.
La represión debía provocar muertes, pero no solo eso. Aún con la sangre caliente recién derramada se acusó a las organizaciones piqueteras por los asesinatos y se anunció su persecución. El objetivo: desactivar la resistencia. Acabar con el ciclo de protestas que había estallado en diciembre de 2001, seis meses atrás.
En esta crónica, Pablo Solana cuenta cómo fueron esas horas en la que se logró vencer la estrategia de criminalización y dejar bien alta la memoria de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán.
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Debía ser entre las 2 y las 3 de la tarde. Ya había pasado la parte más dura de los enfrentamientos, ya se habían escuchado los disparos en la estación.
Tras más de dos kilómetros de persecución, cuando estábamos a la altura de Gerli, la cacería policial se comenzó a desmembrar. Una camioneta de la bonaerense recorría la avenida para espantar a los que insistían con resistir. Desde la caja trasera del vehículo un agente seguía disparando a quienes habíamos quedado dispersos.
A mi lado, una mujer mayor ya no podía correr más. Se quedó quieta, resignada, en la vereda. También a mí me faltaba el aire. Nos acurrucamos en el piso, de tal modo de ofrecer la menor superficie a algún probable disparo policial. Tuvimos suerte, no nos eligieron como blanco.
Apenas recuperé algo de serenidad volví a prestar atención al teléfono celular. Yo era uno de los voceros de la Coordinadora de Trabajadores Desocupados (CTD) Aníbal Verón. Había replegado junto al cordón de seguridad mientras la columna se había mantenido organizada, pero ahora debía retomar mi responsabilidad. La primera llamada que pude atender fue de Claudio Mardones, periodista de la Agencia de Noticias Red Acción.
–¿Cómo estás? ¿Cómo están todos? Dicen que hay por lo menos dos muertos– me alertó.
–¿Dos muertos? No puede ser… Fijate bien, tratá de confirmar –le pedí, todavía incrédulo. A pesar de haber oído detonaciones sin descanso, a esa hora yo seguía pensando que habían disparado con postas de goma, como en una represión más.
Sin embargo, por todos lados se empezaba a hablar de los dos cuerpos sin vida que habían sido llevados desde la estación de trenes al hospital zonal.
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Fui a la comisaría 1° de Avellaneda, donde estaba el grupo más grande de detenidos. Había mucha gente allí afuera, más de 50 personas, tal vez cien.
Caía la tarde y la policía seguía negando la lista de los presos. Ni siquiera atendían a los organismos de derechos humanos ni a los diputados que se habían acercado para tratar de ayudar.
Yo buscaba a Darío. Lo había perdido de vista un poco después de pasar de largo frente a la estación.
En un momento de revuelo logré entrar hasta la sala intermedia de la comisaría, pasando el mostrador de la recepción. Llegué a ver a Eduardo Casco, uno de los detenidos del barrio La Fe, que estaba en el patio interior con los demás. Le grité: “No encontramos a Darío, ¿está ahí?”. No pudimos dialogar porque dos policías me sacaron a empujones, pero llegué a ver su respuesta: agitó el dedo índice de su mano, su mano toda y su brazo entero de un lado a otro, en señal de un rotundo “no”.
Vicky, Victoria Delboy, creía haber visto en las imágenes televisivas a Maxi Kosteki, a quien conocía de su barrio. Como era delegada del Movimiento de Trabajadores Desocupados de Guernica, también conocía a Darío Santillán. Se ofreció para ir al hospital.
Ella reconoció los cuerpos. Se comunicó con Claudio Pandolfi, nuestro abogado, y él inmediatamente me avisó.
Aún estábamos frente a la comisaría. Todo a mi alrededor se convirtió en gritos desgarrados, llantos, abrazos trágicos.
La noticia me dejó abombado. No grité, ni pude llorar. “Vos dabas vueltas todo el tiempo; yo estaba sentada en la vereda y te miraba caminar y caminar”, me cuenta Florencia Vespignani ahora, cuando le pido que me ayude a recordar.
Los agentes que formaban un cordón frente a la comisaría recibieron insultos, escupitajos, algún empujón. Pero no hubo nuevos enfrentamientos. Allí estaban los asesinos de nuestros compañeros. Aun no comprendo cómo no reaccionamos de manera violenta, cómo no pasó algo peor.
En ese momento, en medio del dolor, empezamos a tomar conciencia del armado de la “causa complot”. El gobierno nacional ya había difundido su versión de los hechos: “los piqueteros se mataron entre sí”. El gobernador bonaerense Felipe Solá dijo lo mismo a Nora Cortiñas, Madre de Plaza de Mayo: “no se involucre tanto con esa gente, Norita, se mataron entre ellos”. Lo mismo había declarado el comisario Fanchiotti después de haber protagonizado los asesinatos. Según esa versión repetida al unísono por toda la plana gubernamental, los grupos piqueteros estábamos armados para llevar adelante una estrategia de violencia insurgente. Y, como además estábamos enfrentados entre nosotros, cruzamos tiros en medio de la protesta, dejando como saldo los dos pibes muertos en la estación.
La maniobra oficial tuvo el efecto inmediato de exculpar a la policía, pero había sido diseñada para ir más allá. Habían fraguado informes de inteligencia para acusarnos. El entonces ministro de Justicia de la Nación, Jorge Vanossi, nos inculpó ante la Justicia Federal por violar la Ley de Defensa de la Democracia. Según el escrito que presentó en nombre del gobierno nacional, con las protestas habríamos cometido 17 delitos contra el orden público tipificados en el Código Penal, como intimidación pública, alteración del libre ejercicio de sus facultades o deposición de alguno de los poderes del Estado, atribuirse derechos del pueblo, impedir la ejecución de las leyes, sedición. Se conoció a ese engendro jurídico como “causa complot”, por el supuesto complot contra la democracia que –decían– habíamos intentado llevar a cabo. Desde el asalto guerrillero al cuartel de Tablada en 1989 que no se veía una acusación de semejante gravedad.
Durante esa noche los compañeros y compañeras referentes de las organizaciones piqueteras hablamos del tema a duras penas. No podíamos dar mayores detalles por teléfono. Sabíamos que los servicios de inteligencia tenían intervenidas nuestras líneas. Tampoco era momento para reuniones o asambleas.
Yo pude hablar sobre esa preocupación con Florencia, compañera de militancia en el MTD, mi pareja en ese entonces y madre de nuestro hijo Juan, quien pocos días después iría a cumplir 4 años. Ella era fundadora del movimiento y también había estado de acá para allá reorganizando todo tras la represión. Nuestra conclusión fue sencilla: ahora había que prepararse para enfrentar un posible escenario de persecución. Aun así, ni ella ni yo íbamos a dejar nuestras tareas militantes. Creíamos que, más allá de los compañeros muertos, seguía abierta la disputa por el sentido de lo que había pasado durante ese día. Había que dar batalla, pero cuidándonos aún más.
Calculamos que podrían emitir órdenes de captura y allanamientos a las viviendas de los referentes piqueteros. Le pedimos al padre de ella que se llevara a nuestro hijo Juan, que había quedado en nuestra casa, en Villa Corina, al cuidado de sus abuelas. Juan conocía muy bien a Darío, porque cuando pasaba unos días con nosotros, solía dormir en su habitación. Ver su imagen en la tele, la noticia de su muerte, lo angustió. No queríamos exponerlo a un trauma más. Así que el abuelo viajó desde la Capital hasta el sur del conurbano, para recoger a su nieto y ponerlo a salvo.
También le pedimos que sacara de nuestra casa la computadora, y unas cajas con papeles y documentos de nuestra militancia. Si el gobierno se salía con la suya, todo sería usado en nuestra contra.
Frente a la comisaría, ya con la confirmación de las dos muertes, busqué a Claudia, la pareja de Darío. La abracé, recibí su llanto. Traté de transmitirle una serenidad que, a juzgar por el torbellino de emociones exaltadas que nos rodeaban, solo yo parecía expresar.
– Y ahora qué hacemos– me preguntó ella, después de repetir “mataron a Darío, mataron a Darío, lo mataron, lo mataron”, infinitamente, hasta quedarse sin aire.
– ¿Sabés dónde está Leo? Tenemos que hablar con él. Y con su papá –. Respondí.
Aunque lo dije con calma, dudé si podría cumplir con tamaña responsabilidad. En ese momento tenía el temor de que su padre, sus hermanos, su hermana, pensaran que a Darío lo habían matado por haberse sumado a la militancia. En medio de la locura del momento, alguien tendría que estar lúcido para recibir esa posible acusación.
Llevé a Claudia hasta el barrio La Fe. Anochecía y el centro comunitario cumplía bien su función: decenas de personas compartían el dolor, la angustia, la preparación del mate cocido y algún pan para compartir; otras personas seguían de cerca la suerte de las compañeras y los compañeros presos; alguien más hacía el último chequeo para saber si aún quedaba gente del barrio en el hospital.
La propuesta de velar a Darío en el centro comunitario fue espontánea. Todas las personas que se acercaban a ayudar, y quienes llamaban por teléfono para saber qué hacer, decían lo mismo: hay que velarlo allí, en el barrio, en el corazón de la organización. Pero, a la vez, sabíamos que esa decisión debía contar con el aval de su papá.
Fuimos hasta la casa familiar de Don Orione con Claudia, en mi viejo Peugeot 504. Fueron 20 minutos de viaje distendido. Ella contó algunas anécdotas de su relación con Darío. Por momentos, recordándolo, sonrió. Habían compartido una linda historia de amor.
Allí vi a Alberto Santillán por primera vez. Tras un abrazo breve pero sentido, le dije que los compañeros, las compañeras, proponían velar a Darío en el barrio La Fe. Que allí era donde él había militado. Que había ayudado a construir ese lugar. Que mucha gente humilde estaba llorando a su hijo esa noche, y que lo querían homenajear.
–Yo no conozco tanto lo que hacía Darío –reconoció Alberto, con su voz grave y dolida. Se mostraba sereno, pese a todo. –Pero por lo que me cuenta Leo –siguió–, creo que está bien velarlo donde ustedes proponen. Él eligió eso para su vida, y yo lo tengo que respetar.
Me alivió escucharlo hablar con tanta entereza y humildad. Sentí, por primera vez en la larga noche, que el nudo en el pecho que me había detonado una migraña infernal se empezaba a desatar.
El dolor de cientos de personas por la pérdida del compañero caído hubiera sido insufrible si ese velorio no se hacía en el barrio La Fe. Pero, además, la batalla política por la legitimidad de nuestra causa, el reclamo por justicia tras los asesinatos, no hubieran sido lo mismo sin ese velorio tal como se dio.
Velar a Darío en La Fe permitió que se conociera el barrio. Que periodistas y cámaras de televisión registraran la pobreza impúdica en la que las familias piqueteras hacían lo imposible por sobrevivir. Y lo hacían, como había demostrado Darío con su último gesto solidario, a fuerza de dignidad. Allí, en La Fe, se hicieron reportajes sobre los proyectos productivos. Se escuchó, como no se había escuchado hasta entonces, a los piqueteros y las piqueteras explicando de qué formas querían y podían trabajar. Una parte de la sociedad comprendió el drama y reforzó la solidaridad.
Fueron días de llantos. De lágrimas profundas que, más allá del dolor, regaron miles de conciencias.
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Volvimos con Claudia y Alberto desde Don Orione. Claudia se fue a descansar. Florencia nos acompañó a la funeraria en Monte Chingolo, en la calle Caaguazú, cerca del barrio La Fe. Ya era de madrugada. Pasamos por alto el catálogo de cajones y coronas. Coincidimos con Alberto en que elegiríamos algo sencillo, pero de calidad. No teníamos el dinero: confiábamos en la colecta que seguro se haría a la mañana siguiente. Así se resuelven los velorios cada vez que muere alguien querido en el barrio, y la familia no tiene para pagar.
–Como fue una muerte violenta, seguro van a tardar varias horas en traer el cuerpo de la morgue. Tal vez al mediodía haya novedades –nos dijo el hombre a cargo del servicio funerario.
Llevamos a Alberto a su casa. Regresamos a las 2 de la mañana. Con la ilusión de algunas horas de descanso por delante, pero con el teléfono encendido y en volumen alto por las dudas, intentamos dormir.
Pero no pudo ser: el celular sonó a las 4 am. En tiempo exprés estaban llevando el cuerpo de Darío al centro comunitario, donde habíamos indicado.
–Parece que hubo órdenes de arriba para sacar rápido el temita de ustedes –dijo el hombre de la funeraria, con la falta de empatía que suele caracterizar a quienes se ocupan de gestionar muertes ajenas. –Se ve que Santillán le molesta a alguien pesado, porque es la primera vez en 40 años de oficio que me mandan un fallecido por bala con tanta celeridad.
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A las 5 de la mañana ya estábamos preparando el velorio. Habían dejado a Darío allí, en el centro comunitario. En un cajón lustroso, solemne, silencioso.
Carmen empezó a organizar todo. Era la vecina más cercana, fue la primera en llegar. En seguida se sumó Dora. Ella vivía más lejos, pero, nos dijo, tuvo la premonición de que Darío estaría de madrugada allí y no debía estar solo, así que aun siendo de noche se acercó al lugar.
No había pasado media hora y ya éramos 20, tal vez más. Todos, todas, hacíamos algo. Acomodábamos sillas, repasábamos la limpieza, salíamos a la calle a ver si alguien que viniera de lejos no identificaba el lugar. Fue Pilar, una compañera de la universidad, quien tomó una tiza y escribió en la pizarra algunos versos de la Milonga del fusilado: Mis manos son las que van / en otras manos, tirando / Mi voz la que está gritando / Mi sueño el que sigue entero / Y sepan que solo muero / si ustedes van aflojando / porque el que murió peleando / vive en cada compañero.
Yo empezaba a recibir los primeros llamados de la prensa. Ari Paluch, conductor top de las mañanas radiales, quería saber si en la sede del movimiento, allí donde estábamos velando a Darío, había armas tumberas. “Cómo que no”, me discutió, “si anoche en la tele mostraron fotos de esas armas en el programa de Daniel Hadad”.
Cada tanto alguien lloraba sin consuelo. Todavía no amanecía. Todo estaba atravesado por una inmensa tristeza.
En ese momento no teníamos forma de saber que estaba a punto de suceder algo decisivo. Algo que permitiría empezar a revertir la profunda desazón que inundaba nuestras almas y la preocupación por la situación política de persecución que acechaba al conjunto del movimiento piquetero.
A las 6 de la mañana ya se había juntando una pequeña multitud. Estaban todos los vecinos y vecinas que habían conocido a Darío. Había viejitas y niños con caras tristes. Seguían llegado compañeros y compañeras de la Coordinadora de Desocupados de todo el conurbano, y también militantes de otras organizaciones. Vinieron estudiantes, asambleístas y delegados sindicales. Periodistas y abogados.
Alguien trajo los diarios. Éramos la noticia principal en todos. Me vi en la foto de portada de La Nación. Atesoro esa imagen porque es la última que me muestra junto a Darío Santillán, haciendo algo que a los dos nos daba orgullo: enfrentando a la represión. Pero lo más importante estaba en el diario Clarín.
Nos indignamos con el título de tapa, “La crisis causó 2 nuevas muertes”. Ni el gobierno, ni la policía: la crisis. Un documental de Patricio Escobar y Damián Finvarb que lleva ese mismo nombre permite comprender la canallada en toda su gravedad. Pero en el diario había algo más.
La foto en la portada era difusa. Además de Maximiliano Kosteki ya abatido, se veía una figura en movimiento a la que no se podía identificar. Sin embargo, quienes conocíamos a Darío sabíamos que era él. Más nítidos se veían los policías que apuntaban sus escopetas. Pepe Mateos, el fotógrafo que el diario había mandado a cubrir los hechos, aportó la secuencia completa. Lo mismo hizo Sergio Kowalewski, el Ruso, quien ofreció sus fotos para que fueran publicadas en Página/12.
En esas imágenes estaba la evidencia de la responsabilidad de Fanchiotti y los demás. Y, por lo tanto, de la complicidad del gobierno, que había respaldado y encubierto desde el primer momento el proceder policial. Improvisamos una reunión de delegados/as de la Coordinadora de Desocupados, en la calle, a pocos metros del centro comunitario. Había buen ánimo, pese a todo. Decidimos salir fuerte a contrarrestar la versión oficial. Las fotos demostraban que, entre la vida y la muerte de Darío, sólo habrían podido intervenir los policías, nadie más.
Iban a ser las 7, el día empezaba a clarear.
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Al poco rato ya circulaba por las radios nuestra voz con la novedad: estábamos seguros, teníamos pruebas, que los crímenes habían sido cometidos por la policía. Y avalados por el gobierno nacional. Convocaríamos a nuevas movilizaciones, iríamos por más.
El gobierno de Duhalde acusó el golpe. Por esas horas comenzaron a cuestionarlo hasta quienes en un principio lo habían apoyado. Cambió el discurso: reconoció la responsabilidad por las muertes, aunque la acotó a los policías. Al segundo día se refirió a los hechos como “una cacería”. Pero la tensión social no se descomprimió. Al mismo tiempo que anunciábamos una nueva movilización para el día 3 de julio, esta vez hacia la Plaza de Mayo, el presidente hizo público su retiro anticipado del gobierno y la convocatoria a nuevas elecciones para que el pueblo eligiera a su sucesor.
Empezábamos a ganar la batalla más importante, la pulseada política por la legitimidad. El gobierno archivó la “causa complot”. No hubo allanamientos. Con el correr de los días, pude recuperar mi computadora y mi archivo personal.
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Cuando terminó el velorio y Darío debía ser trasladado al cementerio, frente al centro comunitario se conformó una verdadera movilización popular. Entre Alberto Santillán, sus hijos, y algunos compañeros de militancia, cargamos el cajón. Una multitud acompañó la despedida durante los 80 metros que separan la calle sin asfalto de la avenida, donde esperaba el coche fúnebre. En cientos de rostros curtidos por la pobreza y el frío volvieron a correr las lágrimas. Pero, por primera vez, el llanto se combinó con gritos y cantos de combate. El movilero de canal 11, que transmitía en directo, manifestó al aire su preocupación: “Aquí hay mucha juventud exaltada, y se escuchan pedidos de venganza”. En realidad, lo que coreamos, con una emoción y una potencia que yo nunca había visto en una situación así, era una versión de Dale alegría a mi corazón, que en uno de sus versos adaptados dice “la sangre de los caídos es rebelión”.
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Habían pasado horas decisivas, no sólo para nuestra lucha, sino para lo que iría a suceder en el país de ahí en más. Yo lo sabía, pero otra preocupación más íntima me distraía. La mañana previa, en ese mismo centro comunitario que ahora lo despedía, se me había escapado la última oportunidad de dar un abrazo a mi amigo Darío Santillán. Como nos habíamos visto a diario toda esa semana, aquel 26 de junio nos saludamos así nomás. El recuerdo me devolvió la tristeza, pero no me quise abstraer del momento.
Sentí que, a pesar de todo, habíamos hecho lo que teníamos que hacer. De a poco íbamos transformando el dolor en la bronca necesaria para seguir adelante. No nos pudieron vencer. Salimos de esa encrucijada con más fuerza para avanzar en la lucha por cambiar la sociedad.
Vi que mis compañeros y compañeras despedían a Darío con ánimo de pelea.
Entonces sí, por primera vez, me aflojé y pude llorar.
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* Pablo Solana fue militante del Movimiento de Trabajadores Desocupados de Lanús y vocero de la CTD Aníbal Verón el 26 de junio de 2002. Actualmente es editor de la revista Lanzas y Letras y La Fogata Editorial (Colombia).