Alba sale de su casa en la calle Evita temprano en la mañana. Camina hacia el sector del barrio donde las veredas se angostan hasta convertirse en pasillos. Llega a la Casa Invisible. De allí salen, como de una caja de sorpresas, una mesa plegable, unas sillas, un termo y un mate. Para Libro ACIJ (no editado)
El frente de la Casa Invisible está decorado con un mural hecho de trozos de mosaicos tipo venecita. Como si fueran píxeles, las pequeñas piezas de colores definen imágenes reconocibles en medio del collage: un perro callejero, niños y niñas jugando a las bolitas, la figura icónica del Che Guevara y el rosto de otro mártir popular: el padre Carlos Mugica, un sacerdote que predicó en la Villa 31 por más de una década y fue asesinado por su compromiso político y social. Su figura destaca porque con su nombre se identifica a este barrio que, hasta hace algunas décadas, solo llevaba como nomenclatura el número que le asigna el catastro.
Desde dentro de la Casa Invisible también
le dan a Alba unas cartillas que en letras grandes proponen “un proyecto para
garantizar el acceso a la vivienda y al hábitat popular”.
Andrea, Jessica y José Luis ayudan a
desplegar la mesa y distribuyen las sillas para sentarse del mismo lado,
dejando el otro costado sin ocupar, abierto de cara al barrio. Alba pondrá las
cartillas a la vista y acomodará unas planillas para que los vecinos y vecinas sumen
su firma en aval al proyecto que promueven. Andrea preparará el mate. Entre
todos atenderán, durante cuatro horas, la Posta de Vivienda, como denominan a
esta iniciativa de trabajo de base que organiza la agrupación vecinal Los
Invisibles. De ese modo buscan fomentar la conciencia sobre la necesidad de
mejorar el barrio y el hábitat popular.
Alba vive hace diez años aquí, en el barrio
Padre Carlos Mugica. Tiene 36 años, 4 hijos y le gusta el trabajo social:
cumple su media jornada laboral en el Programa Potenciar Trabajo, donde tiene
la tarea de dinamizar la Posta de Vivienda.
–Es cierto que en los últimos años el
barrio mejoró bastante, pero falta– explica, y destaca lo que considera la
principal mejora: –Lo que más se nota es que ya no hay calles ni pasillos de
tierra. Antes, con dos gotas de lluvia no se podía andar. Ahora, no te digo que
no se inunda nada, pero las calles y los caminos están asfaltados y se está
mucho mejor.
Andrea, Jessica y José Luis coinciden. Suman
puntos a favor y en contra: valoran la mejora en el sistema de cloacas y que se
haya puesto una sede ministerial del gobierno de la Ciudad en el corazón del
barrio, sobre todo porque al lado construyeron una nueva escuela. “Pero el tema
de los cables colgando nadie lo resuelve, y es peligroso –explica Andrea–, el
tendido eléctrico es tan inestable que no soporta estufas en invierno o más de
un ventilador en verano”. Son tantos los desafíos aún pendientes en el barrio
Mugica, que acomodar el cablerío que da forma a una especie de media sombra
sobre los pasillos más estrechos parecería un tema sencillo de resolver. Sin
embargo, cuando las condiciones de vida son tan precarias lo sencillo se vuelve
extraño. Hasta hoy la empresa de energía eléctrica no resolvió la instalación
de un medidor para cada familia, por lo que no encuentra la forma de establecer
un cobro diferenciado a cada hogar. “Sería bueno que hagan eso, sí…” reconoce Andrea.
Su pausa deja entrever que, sin embargo, hay un ´pero´ incómodo. “Es que muchos
acá prefieren que no pongan los medidores. La situación ahora no está como para
sumar más gastos”. La conversación tiene lugar durante los últimos días de
2023, cuando el nuevo gobierno acaba de anunciar las medidas económicas que
obligan a ajustar el gasto de las familias trabajadoras en cada detalle.
–¿Antes, en cambio, sí se hubiera podido
avanzar con esa mejora?
La respuesta es sincera:
–Es que antes tampoco estaba fácil para
pagar…
* *
*
Es la media mañana de un día entre semana y
el barrio está movido, con mucha gente por las calles. Se respira actividad y
también armonía: aun cuando recorremos los pasillos más angostos del sector
menos transitado, no da la sensación de inseguridad que el sentido común asocia
a las villas porteñas.
–¿Cómo ven el tema de la seguridad?
–Para mí es lo que peor está –valora Andrea.
Ella, al igual que Alba, lleva casi una década con su familia en el barrio. Le
parece que sus hijos no están seguros cuando juegan en las calles, teme que les
pase algo.
–Antes era peor, eh –recuerda Alba– mi
marido siempre cuenta que antes era a los tiros acá. Ahora sigue habiendo algún
lío, sobre todo en el sector de allá –señala hacia el lado de la Terminal de
Ómnibus– pero me parece que también eso mejoró.
–Si tuvieran la posibilidad de vivir en
otro barrio, ¿creen que estarían mejor?
–Acá estás cerca de todo –analiza José Luis.
Él llegó al barrio con su familia hace dos años; paga un alquiler más caro que
donde estaba antes, pero prefiere vivir en Retiro, a mano para desplazarse a
cualquier lugar céntrico de la ciudad.
El asfalto, el suministro eléctrico, la inseguridad,
son parte de las demandas que durante años exigieron quienes habitan la villa
más emblemática de Buenos Aires. Los distintos proyectos de reurbanización
avanzaron a duras penas y con más de una contramarcha. No terminaron de resolver
una situación que requiere una respuesta estructural que, hasta ahora, los
sucesivos gobiernos de la Ciudad parecen no estar dispuestos a dar.
* * *
Si decimos “barrio Padre Carlos Mugica” muchos
vecinos y vecinas de la ciudad seguramente no sepan dónde queda, pero si mencionamos
“la villa 31”, enseguida comprenderán. Hoy el barrio abarca las tierras de lo
que fue su asentamiento histórico y el sector de las viviendas construidas en
los terrenos hacia donde se expandió en las últimas dos décadas, conocidos como
“la 31 bis”. En el ranking de villas de Buenos Aires “la 31” clasifica tercera
en cantidad de población: más de 40.000 habitantes en una franja de algo menos
de un kilómetro cuadrado, una densidad que triplica al promedio de la ciudad.
Hace casi un siglo, a principios de la
década del 30, las tierras deshabitadas en las cercanías del Puerto Nuevo de
Buenos Aires sedujeron a las familias inmigrantes que llegaban a estas costas
huyendo de una Europa empobrecida por la guerra. Pero después de la crisis
financiera mundial de 1929, la situación tampoco fue muy virtuosa en estas
costas. Aquel período, conocido como “década infame”, fue de penurias para las
mayorías populares y de persecución para los obreros y los inmigrantes que
quisieran protestar. Gran cantidad de familias pobres no conseguían trabajo ni un
techo donde vivir. Así fue que nació, a principios de los años treinta, el
primer asentamiento de viviendas precarias en lo que hoy es el barrio Mugica.
Durante las décadas siguientes la
inmigración cambió: superado el peor momento, la gran ciudad comenzó a atraer
en mayor medida a los cabecitas negras
del interior y de los países limítrofes. Cuenta la leyenda que el mote de
“villa miseria” que se le aplicó a los asentamientos precarios comenzó a usarse
a partir del título de un libro de Bernardo Verbitsky, “Villa Miseria también
es América”, publicado en 1957. Se trata de una historia en la que el escritor vuelve
ficción lo que durante décadas había sido una cruda realidad. La novela inicia
con un incendio intencional que sirve como excusa para la detención de decenas
de habitantes de Villa Basura; aprovechando
esa situación, intentan desalojar todo el caserío de madera y chapas. En la
trama van recortándose con nitidez los perfiles de los habitantes del lugar: empleadas
domésticas, albañiles, obreras textiles y peones, en su gran mayoría llegados
del Chaco, Paraguay, Bolivia, Salta, Santiago del Estero, Formosa o Entre Ríos.
La historia de la villa 31 se emparenta con ese relato: varias veces intentaron
erradicarla por la fuerza, con artimañas parecidas a la que ficcionó Verbitsky,
quien conocía de cerca esa realidad.
En la década de 1970 otro escritor, Rodolfo
Walsh, describió el tipo de construcciones de lo que hoy es el barrio Mugica como
“pequeñas casas de bloques con techos de chapa, pasillos de material con la
canaleta por donde circula el agua, canillas colectivas”. Lo curioso es que
Walsh, quien conocía la villa 31, comparó ese paisaje urbano con un
asentamiento palestino (desde allí escribió esa descripción). En esa crónica
dice que aquel caserío en Medio Oriente en el que se encontraba era “en
realidad un pueblo, una villa cuya copia casi exacta son algunas manzanas de la
villa de Retiro. Igual que nuestro villero, el palestino pone una planta,
aunque sea una maceta, en el mínimo espacio libre: recuerdo del campo al que
uno y otro pertenecen”.
La añoranza campestre que describe Walsh se
fue perdiendo con los años. Hoy la sobrepoblación le quitó espacio a jardines y
gallineros. Las aves ya no se ven. Las plantas debieron buscar aire y sol
trepando a los balcones de los pisos más altos, huyendo de la falta de espacio
y del asfalto.
Lo cierto es que hubo que esperar hasta
bien entrado el siglo XXI para que el Estado, por medio del gobierno de la
Ciudad, reconociera los derechos de sus habitantes y aceptara trazar un proyecto
de reurbanización integral.
* * *
“En 2009 nadie sabía lo que era la palabra
urbanizar, ahora cualquiera sabe, eso ya es ganancia”, reflexiona Lorenzo
Martinelli, conocido en el barrio como Toto, de Los Invisibles. Milita allí
desde aquel año, cuando la lucha vecinal logró imponer la sanción de la primera
ley que reconoció la necesidad de avanzar en un proyecto de reurbanización. Durante
el período más movido, cuando más hubo que presionar, Toto integró la Mesa de
Urbanización, una instancia de participación con bastante protagonismo. Sin
embargo, tuvieron que pasar seis años para que el gobierno de la ciudad
finalmente cumpliera sus promesas. Las obras iniciaron en 2016. El plan debía
incluir distintos ítems: mejoramiento de las casas existentes, construcción de
viviendas nuevas, infraestructura y servicios básicos para todo el barrio,
regularización dominial y promoción de actividades deportivas y comerciales.
A los claroscuros que mencionan Alba, Jessica,
Andrea y José Luis, Toto suma su balance, que también es agridulce: “Por varios
años la discusión se dio en la Legislatura, y el proceso quedó encapsulado ahí,
tal cual dispuso el gobierno de la ciudad. Después, en la última etapa de
Rodríguez Larreta como jefe de gobierno, se empezó a poner un montón de guita,
volcaron muchísimos recursos y no estábamos preparados para tanto; fueron mal
invertidos, porque no se ocuparon, por ejemplo, de que hubiera menos vecinos
viviendo en los pasillos. Pero la híper presencialidad del Estado en el
territorio, con tanto dinero para repartir, nos terminó rompiendo”. La
formación militante asoma detrás de sus palabras incisivas, notoriamente
autocríticas. Agrega: “Por un lado, es verdad que necesitábamos algún tipo de
amparo legal para que no vengan las topadoras a desalojar, pero parte de
nuestro balance es que la legislatura no era el único ámbito a presionar”.
"Es cierto el riesgo de que el proceso
quede trunco", agrega Pablo Vitale, integrante del Consejo de Gestión
Participativa. Pablo es especialista en Planificación de Políticas Sociales y
acompaña el trabajo social en el barrio Mugica desde hace más de 20 años. En la
actualidad codirige la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia, una ONG
que se puso del lado de los vecinos cada vez que se dificultaba alguna de las
fases del proceso de urbanización. A partir de ese compromiso se ganó un lugar
en el Consejo de participación, un órgano creado por ley en 2018 para contener
las demandas vecinales tantas veces desatendidas. "Las dificultades son
reales y está el riesgo de que no se avance más de lo que se avanzó hasta el
momento, y que por lo tanto sea un proceso interrumpido, como pasó en
prácticamente todas las villas del resto de la ciudad", analiza. Y agrega
otra cuestión que preocupa a varias familias, en particular a quienes fueron
reubicadas en las viviendas nuevas: "Otro riesgo es que se empiecen a
generar procesos de desplazamiento por efecto del mercado, cuando las familias
tengan que pagar hipotecas, impuestos, servicios; esa presión probablemente no venga
del mercado inmobiliario grande, por ahora, pero sí de sectores con mejores
condiciones".
El interés de inversores inmobiliarios que
menciona Pablo se concentra en el sector de las viviendas construidas para
reubicar a las familias que vivían bajo la autopista. Las obras se realizaron en
lo que era un playón de contáiners en desuso, dentro del mismo barrio.
A la distancia, esos edificios nuevos, terminados
y entregados a las familias a partir de 2018, se recortan del resto de la
geografía urbana con nitidez y cierto brillo. Se ven estructuras metálicas,
tanques de acero y paneles solares en los techos, y en los laterales un
revestimiento de chapas bien dispuestas pintadas de azul en un sector, de verde
en otro, de rojo oscuro más allá. El reflejo del sol sobre los tanques y los
techos plateados proyecta innovación. El diseño geométrico, los locales
comerciales con mesitas a la calle y los espacios verdes con juegos para niños
y niñas que rodean cada bloque de viviendas confirman la mejora estética. Es
claro el contraste con el amontonamiento de pisos en altura, angostas escaleras
caracol y cableados descontrolados en la mayor parte del resto del barrio.
Pero ya se sabe: no todo lo que brilla… “La
estructura es de material, pero por dentro las paredes son huecas revestidas de
Durlock. Se rompen de nada, no es un material duradero. Los niños juegan y con
un golpecito en la pared ya se hacen agujeros”, cuenta Lilian, una de las
primeras vecinas que recibió, a cambio de su vieja vivienda demolida, un
departamento en estos nuevos edificios de tres pisos sin ascensor construidos como
parte del proyecto de reurbanización. “Durlock” es la denominación comercial de
las placas de yeso que suelen usarse para divisiones internas en oficinas o
reparaciones puntuales en un hogar. En las casas nuevas, el Estado se ahorró
los ladrillos y abusó de este material más débil. El costo de ese ahorro lo
pagan las familias: a seis años de estrenadas, las viviendas se descascaran por
dentro. “Muchos tanques se pincharon por óxido y se hizo una coladera. Se
mojaron los motores, se quemaron, y nos quedamos sin agua. Cuestan carísimo,
hubo que juntar un montón de plata para reemplazarlos y arreglar los tanques.
Todo el tiempo van sucediendo esos problemas de infraestructura”, describe Lilian.
Antes, ella vivía en una casa de material bajo
la autopista, el sector que decidieron demoler. Con 31 años, está a cargo del
hogar que comparte con su hermano y su hermana, ambos menores que ella. Desde
que llegó al barrio con su familia se sumó al movimiento La Garganta Poderosa.
Allí compartió tareas en el comedor comunitario con Ramona Medina, la referenta
barrial que murió durante la pandemia después de exigir con todas sus fuerzas que
el Estado se hiciera cargo de garantizar condiciones sanitarias dignas. Hasta ahora
Lilian trabajó en Radio Nacional como conductora del programa de radio que La
Garganta tiene en la emisora. Pero se acaba de enterar que la echaron, al igual
le sucedió a miles de personas que durante estos días de finales de 2023 se
fueron enterando de los despidos masivos tras la llegada al gobierno de Javier
Milei.
Lilian comparte el diagnóstico crítico que
hacen casi todas las personas en el barrio, pero también, al igual que el resto,
se permite valorar el otro medio vaso: “Es cierto que mudarme cambió mi estilo
de vida. Yo vivía en una situación bastante más precaria y en un lugar mucho
más chico del que estoy ahora… Aunque esa no es la realidad de todas las
familias”, reconoce.
* *
*
Se acerca el mediodía y la actividad en las
calles disminuye un poco. Alba, Jessica, Andrea y José Luis recogen la mesa, el
mate, las sillas y las cartillas y las devuelven a la Casa Invisible. Cumplieron
la media jornada de trabajo en la Posta de Vivienda. En la agrupación
comunitaria, el centro de gravedad se desplaza ahora hacia el comedor popular,
que prepara el almuerzo para más de cien familias del barrio que necesitan esa
ayuda. A los proyectos cooperativos y los comedores que sostienen los
movimientos sociales, se suman consultorías por violencia de género y
escuelitas de fútbol que integran a las pibas a un deporte en el que ya se
ganaron su merecido protagonismo. En los proyectos de reurbanización, sin
embargo, desde el gobierno de la ciudad se negaron a darle espacio a todo ese
tejido social organizado. Toto, que integró la primera Mesa de Reurbanización, cuenta
que participar en pie de igualdad con las autoridades siempre fue muy
dificultoso. Pablo, que hoy integra el Consejo de Gestión Participativa,
coincide.
Sin embargo, el barrio Mugica –o “la 31”,
como la siguen llamando muchos de sus propios habitantes– resiste. “Debe ser el
barrio con más organizaciones de base por habitante del país”, dice Martín,
otro integrante de Los Invisibles, con orgullo. No hay estadísticas, pero el
pronóstico parece cierto. “Con más protagonismo popular se hubiera podido
avanzar en lo que no se hizo”, agrega, y concluye con una mezcla potente de
convicción y esperanza: “ese es nuestro desafío”.