1 de junio de 2012

Qué significaba ese odio, por qué nos mataban así*

I- La mañana del 26 de junio de 2002 Jorge buscó una radio para informarse sobre algo mucho menos importante que lo que estaba por suceder. En Marcha (Cuadernos) (Ar)


Quería saber cómo iba el partido de Brasil contra Turquía, que definía a uno de los finalistas del mundial de fútbol que ese año se jugó en Corea y Japón. La otra semifinal, que Alemania le ganó a Corea del Sur, la había visto el día anterior junto a Darío, en la tele que el Ale había conseguido para el rancho, un espacio comunitario que albergaba a los pibes que aún no habían podido parar un techo propio en el asentamiento reciente del barrio La Fe. Pero esa mañana no había tiempo para rancho ni para tele: Jorge salió tempranito al centro comunitario, para organizar la partida de los desocupados al Puente Pueyrredón. El mundial venía siendo muy flojo, Argentina había sido eliminada en la primera vuelta, pero el partido de ese día despertaba un interés especial. Ambas selecciones ya se habían enfrentado en la primera ronda: los pobres y aguerridos turcos habían empezado ganando al equipo más poderoso, que igual se terminó imponiendo gracias al árbitro que expulsó a dos defensores contrarios y a 3 minutos del final cobró a favor de Brasil un penal que no fue. Ese 26 de junio los rústicos turcos buscarían revancha ante la potencia carioca. Hubiera sido un acto de justicia: con espíritu, garra y convicción los más débiles, a quienes les habían hecho trampa en el partido anterior, esta vez debían ganar. Pero cuando preguntó, Jorge recibió la primera mala noticia del día: los poderosos habían impuesto su ley aniquilando al equipo más pobre, allá en el mundial. No iba a ser ese un claro día de justicia. Ni en la remota ciudad japonesa de Saitama donde se jugó aquel inocente partido, ni mucho menos en el conurbano bonaerense donde horas después se iba a desplegar una criminal represión conocida como “la Masacre de Avellaneda”.



II-

Las brasas de la rebelión popular del 19 y 20 de diciembre de 2001 aún estaban encendidas. Los primeros meses de 2002 mostraron un despliegue inédito en la historia argentina de protestas, acciones directas y represión en democracia. Más de 11 mil manifestaciones en los primeros 5 meses del año, según el preocupado registro que encargó la propia Secretaría de Seguridad de la Nación. Tras la crisis política de los 5 presidentes en una semana y el “que se vayan todos”, aprovechando una argucia parlamentaria el ex gobernador bonaerense Eduardo Duhalde se había impuesto en las roscas de Palacio como presidente de la Nación, sin consultar al voto popular. Las clases dominantes confiaban en él por el padrinazgo que ejercía sobre las cúpulas criminales de la policía bonaerense y los estamentos corruptos del partido que en las últimas décadas había gobernado la provincia más grande y conflictiva del país, y aún la gobierna. En criollo: Duhalde venía a poner orden. Iba a empezar por la provincia de Buenos Aires a reprimir las manifestaciones de descontento popular. El movimiento piquetero, antesala y continuidad de aquellas jornadas de rebelión que marcaron una bisagra en la historia política reciente, se mostraba como el sector más dinámico y potente de la protesta social. El amplio e incontenible abanico de expresiones populares insumisas se completaba con las asambleas barriales, que agrupaban en los centros urbanos a vecinos de sectores medios y laburantes; el incipiente movimiento de fábricas recuperadas por sus trabajadores y puestas a producir en forma horizontal bajo control obrero; nuevos movimientos de campesinos pobres; algunas corrientes de trabajadores sindicalizados; y una multitud de colectivos estudiantiles, juveniles, culturales, de contrainformación, de mujeres o artísticos, de la más variada índole, hilvanados por una idea común: el impulso del protagonismo popular y el cuestionamiento a las representaciones del poder económico, comunicacional y político: “que no quede ni uno solo”.



III-

Centrar el enfoque en la confrontación entre el gobierno de Duhalde (o más ampliamente, de todo el PJ como partido gobernante) y los piqueteros (como actor más combativo del conjunto del entramado social), suele obviar la dimensión económica y la caracterización de los intereses en pugna, es decir: la esencia más pura de lucha de clases que atraviesa ese período. Los datos duros no alcanzan a dar una idea clara de la catástrofe social que implicó, aún después de una década de ajuste neoliberal, la megadevaluación de la moneda que propuso el nuevo gobierno, sus efectos para los trabajadores y, sobre todo, para los excluidos. Leámoslo con detenimiento de manera que el número nos diga algo más sobre las personas, los niños, las familias detrás de la cifra. En el período que va desde la rebelión del 19 y 20 de diciembre hasta la Masacre de Avellaneda, según los datos oficiales, sólo en el Gran Buenos Aires un promedio de 2366 personas por día (dos mil trescientas sesenta y seis personas hoy, y otras tantas de nuevo mañana, y los sábados y los domingos otra multitud cada día también) descendieron de su condición social que habían logrado mantener durante los noventa para caer de golpe en la pobreza o la indigencia. Los sectores de la burguesía que proponían políticas económicas productivistas o financieras mermaron sus pujas internas cuando vieron que el gobierno estaba dispuesto a favorecer a unos y a otros, más allá de los énfasis discursivos. Duhalde concedió a los grupos empresarios locales y multinacionales la devaluación de sus deudas y los liberó de cargas impositivas; cedió ante el FMI y transformó al país en dependiente del financiamiento externo; concedió a los bancos la preservación de su patrimonio estatizando la deuda privada y manteniendo en sus manos los millonarios fondos de pensión. El poder adquisitivo de los salarios cayó cerca del 30%. Completar la canasta básica alimentaria costaba 1255 pesos mientras la mitad de los trabajadores ganaba en promedio 375. La represión que acompañó esas medidas económicas debía aniquilar la resistencia popular ante aquella brutal transferencia de ingresos desde los trabajadores hacia el capital más concentrado. Pero ahí estaban las brasas, encendidas. Las organizaciones de desocupados, que con sus luchas buscaban dar respuesta a aquellas necesidades, mantenían latente la memoria del diciembre cercano, pero también del Cordobazo y las ansias revolucionarias setentistas. Y de octubre del 45, cuando esos mismos puentes ya habían sido sublevados. De las revueltas libertarias un siglo atrás, de las luchas independentistas y las resistencias originarias a la colonización. Aquella fría mañana de junio, muchos espíritus combativos de otras épocas allí estuvieron, para hacerse solidarios con quienes irían a poner el cuerpo y luchar por estas nuevas consignas, que son aquellas. Y se hicieron carne en los miles de Daríos y Maximilianos que resistieron.



IV-

El 26 de junio los piqueteros estuvieron casi todos. La Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón, que agrupaba a los Movimientos de Trabajadores Desocupados donde militaban Kosteki y Santillán. Todos los grupos del Bloque Piquetero Nacional: el Polo Obrero, el Movimiento Teresa Rodríguez, el Movimiento Territorial de Liberación, la Coordinadora de Unidad Barrial y el Frente de Trabajadores Combativos. Se sumaron también el Movimiento Independiente de Jubilados y Desocupados, Barrios de Pie, y algunas asambleas barriales porteñas. En Buenos Aires se realizaron bloqueos masivos en los puentes Pueyrredón y Alsina de Avellaneda; en el puente La Noria de Lomas de Zamora; en el acceso de Liniers al oeste, y en General Paz y Panamericana al norte. Y se realizaron protestas similares en Córdoba, Corrientes, Chaco, Tucumán, Mendoza, Neuquén, Mar del Plata y Santa Fe. Según informaba por esos días el diario Clarín, “el tema de los piquetes y del posible corte simultáneo de los accesos a la ciudad es una de las mayores preocupaciones del Gobierno”. El clima de confrontación estaba instalado: “Si se cortan todos los accesos al mismo tiempo será tomado como una acción bélica” había declarado el Secretario de Seguridad Juan José Álvarez, y las fuerzas a su cargo respondieron con un despliegue como para la guerra. Movilizaron tropas militarizadas de prefectos y gendarmes, en un operativo que incluyó gran cantidad de efectivos en tierra, supervisión aérea y presencia uniformada marítima sobre el Riachuelo. La movilización había convocado a más de 4000 desocupados, y la atacaron con munición de guerra, postas de plomo de 9 milímetros. Mataron. Después, desde las más altas esferas del gobierno montaron un dispositivo de acción sicológica y desinformación a través de los grandes medios de comunicación. El pueblo, sin una clara comprensión del salvajismo del que sería capaz su enemigo, dio pelea con meros palos y piedras, con heroísmo y en atroz desventaja. Una vez más, como tantas otras veces en la historia, regó con la sangre de sus mejores hijos el suelo de nuestra patria.



V-

El comisario Benedetti, jefe de la comisaría 1º de Avellaneda, aquella mañana compartió el desayuno con una persona que mantenía su verdadera identidad en secreto: un agente de los servicios de inteligencia del Estado. Se convocaron en el bar más cercano al Puente Pueyrredón. A la mesa redonda llegó el oficial De la Fuente, vestido de elegante sport: zapatillas, jean azul y buzo a rayas, tipo casaca de rugby. Y de estricto uniforme, con la gorra bajo el brazo, se sumó otro policía de mayor rango: el Comisario Inspector Alfredo Fanchiotti. La planificación de lo que estaba por suceder, de lo que debía suceder, tuvo en esa reunión un último repaso. Ninguno de los presentes confesó lo hablado entre los café con leche y las medialunas, pero el chofer de uno de los comisarios, un cabo de apellido Acosta, testimonió lo que hicieron apenas terminaron de desayunar: “Fanchiotti vino al móvil, dejó el arma reglamentaria y agarramos las escopetas y los chalecos antibalas”. Lo mismo hizo el oficial de buzo deportivo. Más tarde las pantallas de televisión mostraron que además de tomar las escopetas y chalecos, los policías habían cambiado los cartuchos verdes con postas de goma por los letales rojos con munición de guerra. Y las imágenes también dejaron ver muchas cosas más. Pero durante ese desayuno, aquella mañana del 26 de junio de 2002, lo que todavía mostraban las pantallas de televisión de aquel bar era la transmisión de un partido de fútbol en Japón, del que algunos esperaban un resultado utópico que, en nombre de la redención de los más pobres, desafiara la triste lógica de lo más probable.

 * Publicado en el n°1 de Cuadernos de Marcha, junio 2012